Me lo encontré una tarde. Hacía años que no lo veía y nuestra relación había, por decirlo de alguna manera amable, desintegrado. Pero por alguna razón, el no lo sintió de esa forma y se me acerco a contarme todas las miserias que estaba viviendo, de su divorcio, tristeza y soledad. Yo no sabía exactamente qué hacer, así que simplemente lo deje hablar y fingí, lo mejor posible al menos, algún tipo de interés por su historia personal.
El tiempo que había pasado nos había transformado en extraños, así que me resultaba en extremo difícil desarrollar cualquier tipo de empatía ante aquella situación. El simplemente era un desconocido que estaba pasando por un mal momento y no era más importante para mí como cualquier otro desconocido caminando por la calle.
Esa noche, cuando llegue a mi casa le conté a mi esposa todo lo que había ocurrido, con la intención de que sea nada más que una bizarra y tal vez algo graciosa anécdota, pero su naturaleza propensa a la sensibilidad hiso que viera toda la situación de una manera bastante diferente a la mía.
Ella siempre tuvo una visión mucho más espiritual y romántica de la vida, que mas allá de que yo necesariamente nunca había compartido, si había aprendido a respetar su opinión y darle una oportunidad a sus consejos, por más extraños que estos fueran.
Cuando lo llame esa noche para invitarlo a comer, pude sentir a través del teléfono su alegría y emoción. Una parte de mi sintió una suerte de empatía por su felicidad, aunque, para ser honesto, otra parte fue de tristeza al saber que tendría que padecer, en un futuro muy cercano, otro encuentro con un cuasi extraño para escuchar todas las miserias de su vida. Una situación que no estaba muy ansioso en experimentar realmente.
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