Una vez dentro del apartamento, lo primero que pudo abarcar con su mirada fue todo el mosaico de mármol que formaban las piezas ensambladas a sus pies. Se extendían hasta que desaparecían ante el nuevo visitante, escapando a su curiosidad. En su cabeza tomó sentido la pregunta que se debatía por anticipar la presencia de la persona que había dibujado un nuevo mundo en sus pupilas, acercando sus dos cuerpos hasta desear perder la cordura consumidos en las llamas de ese deseo.
Creyó oír una llamada perdida en la distancia, un sonido que llegaba a él una vez agotado en su vagar, rodeado de una quietud inmensa en todas las estancias que lo separaban de aquella habitación. A veces, las distancias pueden arrebatarnos la noción del tiempo, empujando las impresiones ahogadas en un primer momento, para liberar lo decisivo, la llegada a algún lugar.
La extrañaba de una manera que borraba cualquier referencia en el tiempo. No se mentía al atardecer, para no volver sobre unos pasos fríos que le hacían imposible sentir el abrazo de la vida misma. Dirigió sus pasos hacia la habitación que ya respiraba antes de abrir la puerta. La luz le esperaba, como cuando ella lo atraía delicadamente con su mirada y el movimiento de su figura hacia su secreto. Esa misma claridad le hacía recordar esa llamada ahogada en el tiempo, en una casa abandonada en tantas ocasiones. Su esencia había quedado atrapada en cada rincón de la existencia, y cuando reunió el valor necesario para mirarse en aquel espejo, cómplice de ella, todo su ser tembló. Su mundo rebosó una cálida despedida.
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