Sé lo que hice este verano (1 de 6)

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Mediados de julio. Cuando mi “elegidor” y yo entramos en la estancia cogidos de la mano, una habitación diáfana, elegante y de luz muy tenue, pude otear al fondo tres espacios muy diferenciados, tres rincones de amor para practicar el sexo permitiendo ser, a la vez, testigo y protagonista de cada gesto. Dos de los lechos estaban ya ocupados con sendas parejas que, con mucha discreción y sin ruidos de lujuria, ejercían el acto físico del intercambio de fluidos. Por un momento quedé paralizada al contemplar en vivo, aunque de lejos, esos cuerpos desnudos y desconocidos rozándose y dándose placer. Me resultó un momento muy extraño porque, aunque esto no era una orgía, ciertamente lo parecía. Atrás dejé a Andrés, y ahora era Juan el que ejercía de compañero de lo que estaba siendo para mí una nueva experiencia para los sentidos. Cuando empecé a encontrarme incómoda y avergonzada viendo a esas parejas agarradas a su propio desconocido, me aferré a la idea de que, al fin y al cabo, era precisamente mi novio Andrés el que decidió que podría gustarme algo nuevo como esto.

 

Juan y yo nos quedamos de pie dos metros más allá de la puerta que acabábamos de cruzar y cerrar a nuestro paso. En ese momento yo era consciente de que mi novio ya había comenzado su propia aventura en cualquier otra habitación de esta casona misteriosa, y que jamás iba a saber qué habría hecho y con quién. Reconocí que la única forma de soslayar ese pensamiento era entregándome completamente a mi nueva y efímera pareja. A este tío solo lo conocía de vista, cuando me servía las cervezas en la terraza del bar frente a mi casa. Nunca me había fijado en él como lo estaba haciendo ahora, y jamás tuve fantasía alguna que justificara la resignación de este momento. Lo que no acabé de saber nunca es si su presencia ahí había sido una casualidad, una broma del azar universal, o mi novio había tramado un encuentro tan surrealista a mis espaldas, forzando un encuentro premeditado por ellos dos en morbosa connivencia. Cuando giré mi cabeza y le miré a la cara, Juan ofrecía al infinito una sonrisa sutil pero muy lasciva, algo que contrastaba con mi semblante nervioso y circunspecto. Era evidente que él había experimentado antes un ensayo parecido, al fin y al cabo también había ido a esta casa con lo que se suponía que era su propia pareja, e imaginé que no sería la primera vez. Pero nunca se lo pregunté. La verdad es que preferí no saber nada para no tener que dar tampoco explicaciones nunca.

 

Sin mediar palabra mi acompañante avanzó hacia uno de los rincones ocupados arrastrándome con él de la mano. Mientras se abría camino lenta pero firmemente, yo me limité a seguirle un paso por detrás, con el brazo estirado y sin soltarle. Nos acercamos a poca distancia de una de las parejas desnudas pudiendo contemplar con mucha claridad los detalles más explícitos del instante. Ambos actores nos miraron un solo segundo antes de continuar su camino al éxtasis. En ese momento yo estaba muy violentada, podía apreciar con total claridad ambos genitales friccionados el uno contra el otro, oía casi sin dificultad los chasquidos del rozamiento y los leves gemidos de ambos participantes, y hasta podía oler los cuerpos entregándose el uno al otro sin reservas. La primera reflexión que se me pasó por la cabeza es que esta era una pareja de desconocidos ofreciéndose al juego que yo misma había aceptado momentos antes.

 

El dúo que Juan y yo contemplábamos ahora estaba formado por un hombre de mediana edad, corpulento, una especie de lo que ahora se denomina un "fofy-sano". Es curioso que los tíos más bien redondos y conceptualmente opuestos a los metrosexuales estén ahora  de moda. Ella parecía algo más joven, tal vez de unos treinta y muchos, pero bien llevados, con tetas operadas y uñas de un rojo brillante. Mientras él estaba completamente en pelotas, ella había mantenido sus medias negras tal vez a petición y lascivia del propio macho. En este momento ella cabalgaba perpendicularmente el cuerpo estirado boca arriba de su pareja, de forma que el cipote entraba y salía con un ritmo lento y cadencioso que ella controlaba perfectamente, acompañando cada vaivén con un leve gemido de ambos y una clara lubricación de ella. Juan y yo contemplábamos ahora esa escena como si estuviéramos en el cine, como si eso fuera tan solo una proyección exclusivamente destinada al sentido de la vista, pero el resto de los sentidos nos recordaba que dos personas reales estaban follando delante de nuestras narices. El resto de los sentidos excepto el tacto. Era una norma tácita de la casa (y parece ser que de todas las casas de esta nota) la prohibición expresa de no tocar a nadie que no fuera tu pareja del momento. Todo lo demás estaba permitido, pero debías mantener una distancia prudencial para dejar ejercer a los demás sin el agobio del acoso físico. Es decir, podías mirar sin tocar, escuchar sin hablar, oler sin estornudar, estar presente sin abrumar...

 

Mientras mis propios sentidos (excepto el tacto, insisto) conseguían una lenta pero incipiente excitación por todo mi cuerpo, estaba siendo consciente de que me había  relajando y que, ahora sí, podría acabar disfrutando de este nuevo capítulo sexual de mi vida. Tal vez Juan no era el hombre que yo hubiera escogido para una aventura sexual libre, pero ahora estaba aquí conmigo, él me había elegido a mí (o mi novio me había entregado a él), y ahora sé que no quería defraudarle. Justo cuando giró su cabeza para mirarme a los ojos y transmitirme su propia excitación oímos a la otra pareja más allá, en el otro rincón ocupado de la habitación. Juan avanzó hacia ellos estirando otra vez de mí para que le siguiera.


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