Sé lo que hice este verano (3 de 6)

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El aspecto de Juan empezó por fin a parecerse de verdad al que disfruta más con el placer propio que con el ajeno. Ahora iba a ser él el protagonista de mi lujuria, aunque a nuestro alrededor las dos parejas dejaban constancia, cada vez con más ímpetu, de su presencia tan solo a 4 metros de nosotros. La pareja de mediana edad parecía estar ya en el momento culminante de su éxtasis, mientras que las lesbianas parecían haber acabado su tortilla, y ahora se limitaban a descansar la una sobre la otra mientras se acariciaban mútuamente y dirigían sus miradas hacia nosotros. Mi mano estaba ya llena de carne en el interior de la ropa de Juan y, en mi nuca, sentía la mirada de unas espectadoras que, en cierto modo, me incomodaban. Reconozco que siempre me ha dado morbo que me miren disfrutando del sexo, pero en esta habitación me daba la sensación de ser una simple atracción. Y era solo el principio.

 

Cuando conseguí agarrar el miembro erecto de mi compañero dentro de su funda fui consciente del tamaño real del mismo y, como consecuencia de ello, decidí desabrocharlo por completo extrayendo de esa prisión todo aquello que Juan tenía para mí sola. El pollón era importante, del 20 quizás y, desde arriba, su propietario celebraba la excarcelación haciendo resonar, ahora sí, un gruñido de satisfacción tras otro. Justo el mismo número de ellos que mi mano era capaz de generar con los vaivenes desde el glande hasta la misma raíz del cilindro. La dureza era ya extrema, y su olor antojaba un sabor delicioso que me resistí corroborar. Sinceramente, no veía demasiado claro meterme el rabo de un desconocido en la boca y, aunque Juan me invitó a comerle un par de veces, hice caso omiso a sus ruegos y me limité a rozar con mucha delicadeza ese cilindro morado con mis dedos. Masajeaba el glande con gran destreza, usando toda mi mano, evitando un contacto total, propiciando la sutilidad táctil. En mi tesis doctoral no me olvidaré de escribir que es justo este tipo de caricias genitales las que hacen que una polla se convierta en una barra de titanio.

 

La masturbación estaba siendo un trabajo de artesanía que ni yo misma recordaba haber regalado antes a nadie, y cuando me pareció que lo mejor era cambiar de tercio para evitar que me escupiera encima, me incorporé junto a él para sentarlo en mi sitio y arrodillarme entre sus piernas. Insistí solo un poco más con la megapaja, lenta, con intenciones más terapéuticas que sexuales. Su rostro de placer era ahora muy evidente, las facciones sonrojadas me regalaban muecas de deleite, y sus graznidos le delataban mientras mi mano no conseguía rodear todo aquello, aunque sí consolidar una lubricación perfecta gracias a sus propios líquidos. Temí de nuevo que todo aquello terminara enseguida con una descarga prematura, de forma que volví a levantarme, me extraje las bragas rápidamente y se las tiré a la cara mientras le invité a que las oliera. Lo hizo añadiendo un “uffff”. Ahí, estirado en ese diván, con los pantalones por las rodillas, le pedí “permiso” para gatear hasta la altura que me interesaba y, ubicando una rodilla a cada lado de su cuerpo, me senté sobre su barra caliente para frotarla con mis labios mojados. Estaba dispuesta a meterme todo eso dentro sin protección alguna, pero intentaría hacerlo evitando las miradas de los curiosos presentes gracias a que la faldita que todavía llevaba puesta cubría toda la "zona cero" de mi libidinosidad.

 

Mientras mi entrepierna ejercía de esponja sobre la barra incandescente de Juan, éste intentaba distraer un posible orgasmo precoz desabrochando mi blusa, entreteniéndose con los botones y el enganche de mi sujetador. Me pedía en voz muy baja que, por favor, no le obligara a entrar aún, que le permitiera relajarse un poco. Pero el ambiente de la habitación estaba demasiado cargado de sexualidad, y la pareja de mediana edad nos daba fe de su final obligándonos al resto a dejarlo todo para ser testigos de su momento. Ambos llegaron a la vez al orgasmo y, por lo que pude apreciar desde mi atalaya, el hombre se corrió dentro de la muchacha que lo cabalgaba mientras ésta temblaba en convulsiones incontroladas. Solo cuando ambos descansaron sus cuerpos uno sobre el otro, Juan retomó sus labores y yo flirteé de nuevo con mi berberecho resbaladizo sobre su enorme percebe. Consiguió extraer mis pechos de sus fundas para abarcarlas con sus dos manos, y yo utilicé la mía por detrás para agarrar su mango y colocarlo en mi sagrada raja, me dejé caer muy lentamente, controlando la invasión, y permití que todo aquello me conquistara hasta hacer fondo. Noté perfectamente los latidos de Juan en mi útero. Nos quedamos los dos inmóviles, intentando no precipitar un posible final lácteo y, definitivamente, hice uso de mi ropa para ocultar todo eso.

 

En ese momento de sensibilidad sexual máxima solo se me ocurrió pensar en lo que opinaría mi novio Andrés si me viera ahora mismo de esta guisa, sentada sobre el camarero y con su pene introducido hasta el tope de mi ser. No es que me sintiera culpable, pues, insisto, fue él quien me empujó a esto, pero este tío al que me estaba follando resultó ser un pedazo de hombre que, posiblemente, despertaría ciertas inseguridades. Yo ya había tenido antes dentro rabos e incluso juguetes de este calibre, pero he de confesar que esta situación se hacía más y más morbosa a medida que nos precipitábamos al momento del frenesí. Así que, consciente de que Juan quería que lo cabalgara, y que mi chocho estaba ya efervesciendo, empecé a moverme lentamente arriba y abajo, con mucha cadencia, sin prisas. Se podía oír perfectamente, incluso bajo la falda, el chasquido de nuestros sexos rozándose entre una película de mucosidad. Un sonido que iba atenuándose a medida que mi velocidad dejaba de considerarse un simple movimiento para convertirse en un trote. Esos chasquidos eran ahora gemidos agudos en cada envite, a la vez que Juan decidía inhalar y exhalar con fruición para contener sus bramidos.


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