Finalizó. Como nadie lo esperaba y ahí te encontré, tras los arbustos de cristal rotos. Mirándonos fuimos el secreto más anhelado por los dioses, que bajo los ataredeceres aterciopelados observaban la belleza de nuestra conexión. Las luciérnagas, tras nuestros pasos dormían bajo suaves melodías. Tu sonrisa y la mía, ¡Madre mia, que dulce melancolía! Dónde el cielo estaba oscuro me invitabas a bailar, cotejando sueños malditos y ducles penas que al fondo de una baraja de naipes mezclaba seducción y hojas secas.
Al frenesí del carnaval le llegó su clan enfermo, infectando con inyecciones letales al corazón de aquel león incapaz de mostrar sus dientes. El silencio murió, y con él tus labios dormidos en un sueño eterno que jamás habitaran quienes al menos por un instante durmieron al lado de un rostro desaparecido.
Hasta en la salida de la superficie sesgada por la sal, los colores se desvanecieron. El frio que recorrió las venas que un día supimos compartir es espeso como la arena ardiente y allí guarda sus peores temores el hambriento fin del mundo. Escucho a la lluvia corear tu nombre y el que no consigue paz es el eterno viaje de ida que produce un quiebre en el ojo humano.
Gritan los peces, que aterrados se aferran a los brazos encadenados de nuestra alma hundida en el fondo del mar. Lloran por la libertad de la corriente que contaminamos, contemplando el fondo de una bola de crsital, quebrada por los choques galácticas de nuestra desidia.
A través del puente, comienza el comienzo. Te encontras allí con tu vestido de perlas para zambullirte nuevamente, y así, conectándote con el calor de penetrar mi piel. Anclás el hechizo que en otra vida nos impregnaron para jamás detener el tiempo, y a la luz, jamás darle caricias.
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