Amanecía. Dos plantas más abajo vivía él, su nuevo compañero de clase. Desterrando así la soledad que le acompañaba cada curso, este año todo daba un giro interesante en su pequeña existencia.
Nadie sabía que su debilidad eran los toboganes. Aún recordaba la única ocasión en que intentó disfrutar del tobogán más grande y majestuoso que haya retenido su memoria, y como bañaron esos instantes los sonidos de aquellas voces que le rechazaron sin ocultar su mofa. Cada mañana, en el camino que le conducía hasta la entrada del colegio, reincidía en buscar los motivos que hacían a los demás ignorar su presencia, llegando a sentir que debía estar inmerso en una pesadilla demasiado larga para cualquiera, incluso para él.
Aunque estaba tocado justo en el centro seguía alimentando su mundo interior de los retales que continuamente sumaba a su desbordada imaginación. Una realidad tan cercana a la de todas esas personas que ni siquiera podían entrever que ellos si ocupaban un espacio, generando vida dentro de él. No podía evitar seguir contando con todo aquello que desde un principio le estaba negado vivir, como cualquier niño de su edad.
Y sin embargo conocía muy bien a cada uno de sus compañeros, mejor incluso que aquellos que jugaban juntos cada mañana. El simple hecho de observarlos a través de tantas horas, en recreos vacíos y clases frías como escarcha, despertaba su curiosidad. Todo se mostraba ante su mirada desnuda, situaciones que se repetían sin cesar creando una estela ante sus ojos entrenados para ser testigo mudo, pérdida de una ilusión, como una posibilidad remota que siempre habitaba una calle sin salida.
Dos plantas más abajo vivía él, su nuevo compañero de clase.
Si esas ráfagas de viento pudiesen disipar del todo esa niebla calada en su corazón. Afloraba nuevamente la esperanza. Encontrar un hogar donde el color gris sólo fuese un recuerdo sin sabor, ni vistas al mar. Justo en el otro lado.
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