Cenizas (parte 1)
Por Manuel Olivera Gómez
Enviado el 10/09/2015, clasificado en Cuentos
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Cuando Pablo y yo nos mudamos para este barrio, ya Tímea la húngara vivía ahí en esa casa verde de la esquina. Durante el día una paz de ángel envolvía todo su entorno. Se sentaba cerca de la ventana a bordar con imágenes bíblicas unos manteles blancos, que luego al final de la semana un amigo suyo llevaba a vender a La Habana. Música cíngara, con nostálgicas notas de violines y contrabajos, la acompañaban en su labor; sólo interrumpida para darle vueltas en la cocina al horneo de unos dulces raros que ella llamaba “palachintas”, y que eran ofertados a precios exorbitantes en la cafetería clandestina de Mirtha la coja. Pero en la noche, era como si el brillo de los astros le revolviera la sangre. Sus gritos de placer, lanzados en su idioma de estepas, recorrían de punta a punta toda la cuadra, pidiéndole más amor al amante de turno. En tan solo un año más de diez maridos ajenos sudaron sobre sus sábanas, y cuando con mucha lógica comencé a temer por el sudor del mío, ya era demasiado tarde. Una mañana, mientras hablábamos de ella, descubrí que los ojos de Pablo brillaban de una forma diferente, y supe con certeza que la muy cabrona me había robado a mi hombre.
Debí haberlo sospechado una semana antes. Estábamos tomando el café de las tres de la tarde, y como era costumbre, Mimí -la vecina de los bajos a quien siempre llamaba para disfrutar juntas de la infusión-, y yo comenzamos a conversar de lo licencioso de la conducta de la húngara. A él le dio por defenderla. Nos dijo que en el fondo era una pobre infeliz. Que su amigo, el vendedor de manteles, le había contado todo cuánto le aguantó Tímea a su primer marido, un negro bruto que la trajo a pasar necesidades a esta isla, y que cada tarde le llenaba el cuerpo de contusiones y hematomas. La humilló cuanto quiso, presentándole incluso a varias de sus amantes, hasta que finalmente decidió dejarla para marcharse a los Estados Unidos. Cuando meses después sus padres la mandaron a buscar desde Budapest, ya ella no añoraba el regreso. Por primera vez en tantos años disfrutaba de libertad, y además se había enamorado del trópico.
-¡Yo creo que se había enamorado de otras cosas más calientes -dije en son de burla, señalándole para la portañuela.
Mi insinuación le molestó. Mirándome como si me despreciara, y sin detenerse a pensar en que Mimí estaba presente, me gritó colérico:
-¡Cochina!
No me avergüenza confesarlo. Fui yo quien incitó a la familia de los muchos para que le fueran comiendo uno a uno sus cinco gatos siameses. También a cambio de durofríos de guayaba le pedía a varios negritos de al lado que pasaran cada tarde para burlarse de ella, y para que le rompieran a pedradas los cristales del balcón. Tenía motivos para aborrecerla. Así es que no me arrepiento de nada. Ella me había golpeado primero. Me había arrebatado la llave de mi felicidad. Cualquiera que haya pasado por el trance de ver cómo el ser que uno ama le da la espalda a nuestros sentimientos, y prefiere compartir caricias con otra persona, podrá entender todo cuánto hice y hasta dónde llegó mi despecho. Recurrí incluso a ciertos trabajos de brujería que me orientó mi madrina, y recé noche y día para que una mano vengativa golpeara fatalmente a esa mujer. Por eso, cuando pasaron las cosas, me sentí algo incómoda y hasta responsable, pero a fin de cuentas yo perdí tanto como ella, yo lloré tanto como ella, y me siento hoy tan desgraciada como ella. Definitivamente su mala suerte no pudo ser culpa mía.
El invierno pasado la llamaron con urgencia de Budapest. Su único hermano había muerto aplastado por un enorme árbol en una carretera de Alemania. Viajó a Berlín en busca de un pedazo de muro recién derrumbado para ampliar su colección de objetos históricos y, al regreso, una tormenta de nieve lo convirtió a él mismo en historia.
Ya entonces hacía casi un año que Pablo era la nueva inspiración de los gritos de Tímea. El sueño de toda su vida de viajar alguna vez por Europa se le hizo realidad, cuando ella, con los ojos hinchados de tanto llorar, le pidió que también él hiciera las maletas, pues su padre había pagado pasaje para dos.
Me lo puedo imaginar caminando por las riberas del Danubio, y riendo de felicidad en cualquier acogedor café de la capital húngara. Según sus propias palabras, Budapest era una de las ciudades más bellas y aristocráticas de toda Europa.
Pero ya su corazón no soportaba tanta belleza. Quince días después de su partida, Tímea llamó a Cuba para anunciarle a la madre y hermanos de Pablo que este había fallecido de un infarto masivo mientras comían un estofado de ovejas en un restaurante de la isla Margarita. Pedía permiso para incinerar el cuerpo. En estos momentos su familia no contaba con el dinero suficiente como para pagar el traslado de un muerto desde Europa hasta el Caribe. Un ánfora con las cenizas salía en cambio más barato. No había necesidad de congelar nada, y el tamaño a transportar era también menor.
La familia no estuvo de acuerdo. Tampoco yo, aunque por supuesto no fui consultada. Para mí será siempre un acto bárbaro el no poder enterrar a un familiar de cuerpo entero, y apoyé la determinación de mi exsuegra de colgarle el teléfono cuando con la voz sonando rara por la distancia, Tímea le comunicó que ya no había remedio, pues todo estaba hecho.
Llegó a Cuba en una soleada mañana de primavera. Pero llegó sola. Su desconcierto no tuvo límites cuando uno a uno, los pasajeros hicieron desaparecer de la estera rodante todos los paquetes que venían en la barriga del avión, sin que ella lograra divisar el suyo. Definitivamente, el ánfora con las cenizas de Pablo no había hecho el viaje a Cuba.
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