Un punto y final. Eso fue suficiente para dar carpetazo a lo que ella soñó una gran novela. Su obra maestra. Una historia de las que hacen época, llena de avatares que desencadenan en un final inolvidable. Un final imborrable.
Pero solo un punto bastó para liberar a sus personajes. La gran novela era solo un relato. Un sinsentido de infortunios que torturaban la historia de dos amantes. El final estaba escrito antes de dar comienzo a una vida de ensueño.
Poco duró el cuento de sus protagonistas. La magia que destilaba su relación era un trampantojo pintado sobre el lienzo de sus almas. Un placebo que calmaba sus carencias. Eran uno del otro pero sin el otro.
Alargar la historia más páginas era dejar agonizar una llama que no se apaga, que tintinea al fondo de una sala ya vacía, donde no queda nada.
Punto. Ya no hay historia que contar. No hay conexiones que cuidar, lazos que fortalecer ni puentes que cruzar. Caminos perpendiculares es lo que quedó a los personajes que solo se cruzaron en un punto central que luego los volvió a distanciar. Ellos se difuminan en la imaginación y ella descansa.
No más palabras, no más retórica cuidada, no más encuentros entre líneas. Ya no sirve de nada. Ya está cerrado el cuaderno, metido en un cajón, preparada la historia para entrar en el olvido.
Agotada por su fracaso, rebusca en sus recuerdos una luz que le ayude a abrir un nuevo cuaderno. La historia que no ha escrito pero que ha estado viviendo.
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