Arañas (parte 1)

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ARAÑAS (parte 1)

 

 

 

Lo primero que hizo Marieta en cuanto llegó a La Habana fue preguntar dónde estaba situado el agromercado más cercano. Mi hermana Ramona se alegró, pues supuso que la concubina de nuestro padre albergaba la intención de paliar con alimentos la extrema escasez que irremediablemente se nos vendría encima. La enfermedad de papá era delicada. Cáncer. Y un cáncer precisa siempre de muchas proteínas para ser combatido. Hasta ese momento no teníamos aún ni la menor idea de cómo íbamos a conseguirlas. Dinero no había; y yo estaba endeudado hasta la médula. Cuando me mandó a decir que ya estaban resueltos a través de un médico amigo la cama en el hospital y el turno para la operación, sólo pude enviarle como ayuda algunos granos de café y tres calabazas picudas que recogí en el huerto del patio. De ahí la agradable expectativa que le produjo ver a Marieta tan dispuesta.

 

Sin embargo, media hora más tarde esa expectativa se transformó en estupor. Como si fuera un estibador del puerto, y bajo el sol de las tres de la tarde, Marieta se apareció cargando a la espalda un enorme saco de yucas.

 

-¿Y para qué tantas, Marieta? Habrá que enterrarlas en el patio, o pelarlas y congelarlas en el refrigerador. De lo contrario pueden echarse a perder.

 

-¡No, hija! ¡Qué va! Si ahorita mismo estoy rayándolas para hacer almidón. Ya sabes que Alberto se pone toda su ropa almidonada.

 

-¡Acabáramos! –exclamó Ramona, y se preguntó cómo no había pensado antes en eso. Desde siempre papá tuvo esta costumbre. Recordaba bien aquellos lejanos días en el pueblo. Aún él no se había ido de la casa, y mamá se pasaba las bochornosas tardes del verano sudando sobre bateas repletas de almidón. Ni Ramona ni yo pudimos entender jamás este gusto. Nos parecía una cochinada ponerse una ropa así. Era como andar por ahí todo embarrado de yuca. ¡Y la pobre mamá! Vivía únicamente para atenderlo, y hasta presumía de que él era el primer y único hombre en su vida. De poco le sirvió. Al final se marchó con Marieta, una mujer mucho más joven y más habituada a tratar con hombres, y para nada contaron aquellas escenas en las que de rodillas en medio del cuarto le imploraba que al menos por nosotros, sus dos hijos, no le concediera la triste condición de mujer dejada. Se fue, y como si toda la casa estuviera de algún modo ligada a él, con su partida no sólo murió la alegría en el corazón de nuestra madre. También murieron los injertos en las matas de naranjos y los tomates de ensalada del huerto; y hasta una epidemia mortal cayó como una maldición sobre la cría de pollos.

 

Su lejanía lo fue convirtiendo en un extraño; aunque ciertamente nosotros lo seguimos sintiendo durante mucho tiempo como el padre lejano, porque mamá no lo dejó morir. Cuando superó la crisis inicial y desistió de aquella idea suicida de tirarse al pozo, se dedicó a vivir pendiente de su destino, rezando a todas horas, e incluso recurriendo a extrañas brujerías para que él retornara. Pero fue en vano, porque él no regresó jamás; y en la misma medida en que en su rostro se fue apagando la belleza, fue también apagándose en su corazón la esperanza de recuperarlo. Cuando por fin lo dio todo por perdido, se puso entonces a esperar pacientemente a que enfermara o muriera, para así darse el gusto de cuidarlo o de darle sepultura. No sabía que a ella le tocaría irse primero. Y lo hizo como correspondía a un amor tan profundo, con su nombre prendido a los labios, y mucha fe en que allá en esa otra dimensión, seguramente volverían a encontrarse.

 

Los nietos, en cambio, completamente ajenos a estas historias, crecieron sin verlo. Para ellos era como si nunca hubiesen tenido abuelo. No le tenían cariño. Y era muy lógico, porque el cariño no entiende de sangres ni de parentelas. El cariño nace con el roce y la convivencia. Por eso, cuando Ramona les comunicó a mis tres sobrinas que tendrían a papá un tiempo en la casa, estallaron las protestas.

 

-¿Y dónde va a dormir? Porque ni pienses que le voy a dar mi cama –advirtió una.

 

-¡Eso es lo que nos faltaba! ¡Traerán comida, supongo! –argumentó la otra.

 

-Ya sabía yo que ese muerto te tocaba a ti –dijo la mayor-. Claro, como eres la que vive en La Habana, tío te lo empuja para acá. Y encima de eso, viene con la mujer. ¿Tú la has visto bien? ¡Es mulata!

 

-¡Está bueno ya, carajo! ¡Es mi padre y se está muriendo! ¡Respeten eso! ¡Y ella muy bien que lo atiende! –gritó Ramona para imponer su autoridad-. No tienen que darle nada. Yo les voy a ceder mi cuarto y mi cama. Lo único que les pido es que al menos por mí se comporten con ellos como personas educadas y decentes. Estarán aquí hasta que pase la operación.

 

-¿Y si se muere? ¿Lo entierran en La Habana o allá en su pueblo? –preguntó todavía la hija mayor.

 

-¡No se va a morir, coño!

 

Cada noche, y con dos frazadas, Ramona improvisaba una cama en una esquina de la sala. Era la última en acostarse. Cabeceando de sueño en una butaca, tenía que esperar a que sus hijas terminaran de ver las películas en la televisión, que estaba allí mismo, donde ella armaba su tálamo. Y en la mañana, temiendo que una visita inoportuna la sorprendiera tirada en el suelo, era la primera en levantarse. Lo hacía con los párpados hinchados por el mal dormir, y quejándose de dolores en los huesos de la espalda.

 

 


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