Mira fijamente una pared pintada.
Está ahí, de pie, apoyada en el muro con sus ojos velados, pensando en algo tan secreto y guardado que ni siquiera el hombre más poderoso del planeta ni el más inteligente tendrían la más mínima posibilidad de interceder o aventurar algo.
Está ahí, de pie, vehemente, inaccesible hasta el punto de parecer sacada del tiempo, arrancada del devenir y enfrentada al movimiento de las esferas.
Está ahí, pero su figura es tan lejana como un recuerdo endeble que se deforma fatalmente entre los dedos de la memoria.
Está, pero tan quieta, tan en su lugar, que su respiración parece haberse apagado; inmune a todo lo que le rodea hasta el punto que nuestras palabras son como piedras que caen dentro de un pozo profundo donde el agua es una anécdota que nuestra imaginación anticipa. De alguna manera su inexistencia nos desquicia y nos asombra y nos aterra la voracidad de ese abismo que nos impide huir.
Nos hace sentir tan solos…
Tal es la angustia que infunde que las lágrimas empiezan a quemar la incredulidad de nuestros ojos y nos derretimos en lágrimas incontroladas y silenciosas que corren por nuestro rostro surcando antiguas cicatrices que vuelven a brillar descarnadas.
Entonces se gira con sorpresa, su rostro resucita despertado por el desconcierto de un sueño profundo y se conmueve en una expresión de culpabilidad y ternura, de piedad y conmiseración, mientras en sus ojos redobla un destello de amor sincero.
Fue sin querer, dice, mientras por su cuello se derraman las últimas gotas que quedan de la pasada tormenta.
Pero yo ya la había perdonado.
En el momento en que su cabello descubrió el perfil sublime de su rostro recobré la esperanza, recordé por qué la amaba.
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