Era 17 de Abril de 1923, y la señora Howard había llamado al padre Philips a su despacho esa misma tarde, histérica y llorando; de hecho, tuvo que espera un rato a que se calmase, para enterarse de lo que le estaba diciendo. El padre Philips tenía su despacho en el colegio católico Sant Peter´s, que era parte a su vez de la iglesia, que estaba justo en la parte de atrás del colegio, y un centro para personas con problemas de alcoholemia, madres separadas, pobres, etc.
La casa de los Howard, estaba a poca distancia, unos diez minutos andando, y el padre Philips había ido dando vueltas a lo que le acababan de contar por teléfono. Hacía un tiempo que no veía a Milton Howard ir por la iglesia, a su mujer Bárbara sí, por cierto cada vez más delgada y demacrada, se decía que tenían problemas matrimoniales, pero es verdad que no había mayor congregación de chimes, que un domingo, a la puerta de la iglesia después del matinal.
El timbre sonó a las 20:00 en punto, al padre Philips le gustaba la puntualidad. Durante toda la semana había hecho buen tiempo, pero aquella tarde de jueves, el cielo estaba negro; no terminaba de llover, pero era como si una furia reprimida reinase en esos instantes en el cielo.
Cuando la señora Howard abrió la puerta, sonó el primer trueno, parecía que estaban esperando aquella señal las nubes para derramar toda su tristeza sobre el pueblo, a los pocos segundos cayó la tromba de agua.
Lo primero que notó el padre Philips al entrar, fue el olor. Un olor acre, viciado, como si aquella casa de pronto guardase los secretos más antiguos, los recuerdos más primordiales y con ellos, su atmósfera. La señora Howard le dio un fuerte abrazo nada más entrar, y volvió a llorar, se notaba que había estado intentando aguantarse, como la tormenta. Todas las persianas estaban echadas, las cortinas corridas, y la luz eléctrica había sido sustituida por velas. Velas por todas partes, en las mesas, sobre la chimenea, en las estanterías.
-Últimamente, la luz fuerte no es muy bien recibida aquí padre-le dijo Bárbara al ver que el cura miraba atónito a su alrededor.
En ese momento se oyó un gemido que provenía de la parte de arriba de la casa, más que un gemido, un lamento; estaba claro que alguien estaba sufriendo un dolor no humano, a juzgar por el grito.
-Es Milton padre-dijo con los ojos inundados en llanto-no creo que pase de hoy. Lleva varios días desvariando y diciendo incoherencias.
-¿Le ha visto un médico?
-Al principio, hará unos dos meses, pero nadie supo decir qué le pasaba. Lo último que nos dijeron es que sería un trastorno mental.
Iban hablando en voz baja, mientras subían las escaleras, de fondo seguían los alaridos y palabras extrañas sin significado. Cuando abrieron la puerta, Milton Howard estaba tumbado en la cama, con los brazos extendidos hacia los lados, y la mirada perdida hacia arriba. Milton Howard, siempre había destacado por su belleza, con un porte de caballero gallardo y elegante. Varias mujeres en el pueblo, suspiraban por alguna de sus miradas, y de ahí venía la razón de que en el pueblo se rumorease las corrientes infidelidades del señor Howard. Pero lo que yacía en la cama en esos momentos, distaba mucho de lo que había sido Milton. Pese a que estaba prácticamente en los huesos, su cara aparecía hinchada y amoratada; y las ojeras de sus ojos indicaban varios días sin dormir. Aparte, sus labios, antes carnosos y sensuales, estaban ahora agrietados y amoratados.
-Cariño, el padre Philips está aquí.
En ese momento, sus desorbitados ojos se posaron en la oscura figura del cura.
-Milton-empezó a decir en tono bajo-¿Qué tal amigo?
-Padre, por favor, ayúdeme. Tiene que confesarme.
-Claro que si, para eso he venido.
-Mi alma esta maldita, padre.
La señora Howard se retorcía las manos y lloraba, con la cabeza agachada, rezando. El tono de culpa y de miedo que había en la voz de Milton Howard, le ponían los pelos de punta al padre Philips, que estaba bastante acostumbrado a dar extremaunciones a gente con remordimientos de conciencia.
-Antes de empezar, hijo mío, recuerda que Dios bondadoso siempre perdona a los que se arrepienten, y nunca dejará que ninguna oveja de su rebaño se pierda.
-No creo que Dios pueda llegar a donde mi torturada alma está siendo llevada.
-Cuéntame todo lo que te aflige.
-Verá padre, hace unos siete meses, conocí en uno de los viajes que solía hacer por trabajo, a una compañera del departamento de contabilidad. Se llamaba Emily. La empresa nos estaba mandando con contables o asesores, para asegurarse de que no hubiese fisuras económicas, debido a la crisis.
Esta chica, no era guapa en apariencia, pero tenía un halo misterioso que llamaba la atención. Su pelo, negro como el fondo de un pozo mágico, en movimiento, se asemejaba a las alas de un cuervo en vuelo. Su mirada profunda, era como asomarse a un precipicio galáctico. Y su piel, extremadamente blanca, aunque daba sensación de la proximidad de una enfermedad inevitable, era contagiosamente atractiva. En algunas partes de su cuerpo, como manos y brazos, aparecían los surcos azulados del rastro de la vida que le bombeaba.
Bárbara Howard, escuchaba con cara de asco y pena el relato de su moribundo marido. El padre Philips, la miró como insinuando que entendía si quería salir de la habitación. Pero Bárbara, asintió, diciéndole con la mirada que estaba bien, que no pasaba nada.
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