Todo está negro a mi alrededor. Miro hacia todos lados, pero solo veo penumbra. Pero lo más inquietante no es eso, sino que siento que me da igual. No siento frío, ni siento pena, ni agobio ni miedo. No siento nada. ¿Estaré muerto? Quien asbe. Mi corazón parece seguir latiendo, pero tan sólo parece un juguete que continúa su proceso sin ningún tipo de alma.
Alma, así es como me siento, sin alma. No sé cuando la perdí, ni si alguna vez llegué a tenerla. Me resigno a vivir entre la penumbra, tan solo dejándome llevar por la inercia de la vida.
–¡Vamos Scott!, ¡levanta de una vez!
Abro los ojos. De nuevo la oscura y diminuta celda número 121 me da la bienvenida. Desciendo de la cama, con cuidado de no golpear el retrete con las piernas, y miro al grasiento policía que me grita desde el umbral.
Él sigue gritándome, pero yo no le hago caso. Me levanto y salgo al pasillo exterior donde él me empuja con violencia para llevarme al patio a trabajar como cada día. Así un día tras otro, año tras año. Hasta el fin de mis días, pues me condenaron a cadena perpetua, destruyendo así el resto de mi vida.
Estoy muerto por dentro. Para mi, significa lo mismo estar con los ojos cerrados, que abiertos. Pues ya no hay nada en la vida que valga la pena.
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