Este doctor que no sé cómo se llama y no me interesa por qué llora cuando no consigue que suelte una palabra, este doctor por fin me amenaza y entra donde yo quiero que entre. Mi mundo es así, doctor. No hay niños buenos. Todos los sueños terminan con la jodida aparición de un demonio. ¿Sabe que los demonios se alimentan de nuestros sueños? Y entonces el tipo se acerca a mi cara y me pregunta por las pesadillas. Le grito que las pesadillas son las que tienen los demonios cuando sueñan con nosotros. Y llora, pero como si un cirujano le rajara la barriga. Tranquilito, coño. Pero ni caso. Al doctor se le viene el mundo abajo. Y, claro, cuando el doctor falla, llegan los gorilas. Blancos, negros. Más negros que blancos. Se imponen desde el primer segundo. No se extravían. Mano viene, mano va. Una sucesión atronadora de golpes, quejidos, respiración agitada, insultos, cosas así. Había que sacarme del hígado todo lo que sabía sobre el morito de la calle Vistabella. ¿Morito? Susurré. Y otra vez la música celestial, ya saben, manos en mi cuerpo para destrozar huesos y el alma. ¿Alma?
Algo leí sobre un moro, un chaval que recibió varias puñaladas y en la pared una frase de esas que son estúpidas y a la que sacan fotos y periodistas con manos limpias escriben luego sobre xenofobia, racismo, gilipolleces y políticos que no hacen nada. Me partía de risa.
Al morito lo conocía. Y no me gustaba. Él sentía lo mismo. Una mañana me dijo algo bastante feo. ¿Qué fue? Ah, sí. Lávate. Joder, me puse a cien. Lávate, eso me decía el moro. Lávate, y mi chica escuchando, con una media sonrisa estúpida porque el moro medía casi dos metros.
Casi nos matamos. Y casi nos matamos porque en aquella pelea, en aquel día de perros blancos y con el sol en la cabeza no había racismo, qué va, no había nada de esas cosas a la que los doctores, los tipos con bata blanca y los periodistas describen como odio al diferente y chorradas de ese tipo.
A mí el moro me jodía porque estaba convencido que iba a por mi chica. Iba a por ella. De eso estaba convencido. El moro de casi dos metros paseaba por Vistabella, Honduras, Cólogan y Doctor Guevara con una cara de puta madre y seguro que mi chica spensaba que también con un pollón.
A tomar por culo. No nos matamos porque medio mundo nos separó. Pero yo no maté al hijoputa.
Ni el doctor, que no deja de llorar, ni los gorilas, que son enormes y como piedras, nadie que entra y luego sale del cuarto cree en lo que digo.
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Eran otros tiempos. Blanco y negro. Malo. Bueno. ¿Regular? Lo de regular para las películas.
Ahora añoro a los gorilas, al doctor, al moro, a la chica que cuando follábamos me decía que me quería, que quería pasar toda la vida conmigo, que quería ser la madre de mis cinco hijos. La muy puta. Añoro todo aquello.
De verdad.
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