NOMOFOBIA

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Salí de su casa temblando, las piernas me fallaban, y un nudo en el pecho no me permitía respirar ni pensar con claridad. La había perdido. O tal vez no, tal vez aún tenía una oportunidad con ella. Después de todo sentí un brillo en sus ojos cuando se despidió, sentí que aún podía ver a la persona detrás de ese frío envase de vidrio que acostumbra separarnos, vidrio que se volvía más grueso en los momentos en que mi ansiedad y verborragia salían a la luz.

Caminé perdido en el laberinto de mi mente, cruzándome con los recuerdos de ella en cada rincón. A mi alrededor sonaban celulares que nunca eran el mío, y revisé si acaso había perdido la señal. Un sonido de celular familiar me hizo buscar el mío de inmediato. No era ella, era un mensaje de otra persona; no registré de quién, no tenía importancia. Odié a quien me escribió en ese momento.

Tiempo después volvió a sonar mi teléfono. Se trataba de la batería; se estaba agotando. ¿Qué iba a hacer en caso de no llegar a cargarlo? ¿Y si ella me escribía y no me llegaba el mensaje? ¿Y si ella me llamaba y la atendía el contestador? Di vueltas en el lugar y salí corriendo hacia una dirección cualquiera hasta que choqué con un grupo de mujeres:

–Ayúdenme, por favor –les dije–. Necesito cargar con urgencia mi teléfono celular.

Ellas me notaron demasiado desesperado y me dieron la espalda.

En ese momento vi a un amigo, y le pedí que me prestara su cargador. Me dijo que su teléfono estaba con poca batería también y que, al igual que yo, estaba a la espera de un llamado determinante.

Fui a casa de mis padres, que estaba más cerca que la mía, pero sus cargadores no eran compatibles con mi teléfono pues sus celulares eran de una generación anterior.

Comencé a hiperventilarme, y la ansiedad se transformó en pánico. ¿Qué ocurriría si jamás en mi vida lograba cargar la batería de mi teléfono? ¿Qué pasaría si ella me llamaba y, al no poder comunicarse, creía que era yo el que no quería hablarle?

Me senté en un banco de una plaza a pensar durante un momento, y un hombre de traje y corbata se acercó a preguntarme por qué estaba tan nervioso. Su impavidez me sorprendió, por un momento quise ser como ese hombre; tan opuesto a mí, bien peinado, bien trazado, en paz consigo mismo y con el mundo a su alrededor. Le conté lo que me ocurría y me dijo que mi problema no era ella sino yo, y que luego de muchos años de diálogos casuales, yo lo descubriría. Entonces decidí que no quería ser como él, pues mi problema era inmediato y real, y se solucionaría con un simple llamado por parte de ella.

Una mujer parada en una esquina me llamó. Luego de largar una gran bocanada de humo de cigarrillo me ofreció sus servicios:

–Hola, amor. ¿Estás buscando cargar tu celular?

Le entregué mi equipo sin vacilar y ella lo enchufó por diez minutos.

–Se acabó el tiempo –me dijo–. Son cien, amor.

Al ver el indicador de batería noté que el teléfono seguía igual de cargado que antes, que no había ni aumentado ni disminuido la batería. Entonces supe que pagarle a esa mujer no fue más que una solución pasajera, y que estaba en la misma situación que antes pero con menos dinero.

Mientras seguía corriendo hacia mi casa iba mirando el móvil para ver si recibía algún mensaje de mi amada, pero el casillero seguía vacío. Revisaba dejando intervalos de tiempo cada vez menores; creo que al final lo hacía cada diez segundos, agotando la batería de un modo aún más rápido.

A pesar de lo mucho que corrí, cuando llegué por fin a mi hogar el teléfono estaba a punto de apagarse. Busqué el cargador en el cajón de la mesa junto a mi cama y desesperado lo enchufé a la pared pensando que yo moriría si mi equipo se apagaba antes de que lograra ponerlo a cargar. Pero entonces, justo cuando iba a conectar el móvil, éste dio un sonido de alerta final y su pantalla se puso negra. Miré el teléfono en mi mano izquierda y el cargador en la derecha, luego verifiqué que mis signos vitales aún estaban allí. Seguía vivo, lo que parecía que me iba a matar no lo hizo. Entonces apoyé el celular desconectado en mi mesa de luz y recargué mis energías en un sueño reparador.

 

Autor: FEDERICO RIVOLTA


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