Q

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Los viernes mueren en el pueblo alrededor de veinte gaviotas. Inexplicablemente. Y a la misma hora. Luego diré a qué hora. Los que más entusiastas se muestran al ven caer del cielo a los pajarracos son los niños y don Carmelo, el cura, que se persigna y reza rodeado de viejas y del cojo Sereno.

Luego el alcalde da la orden de que se retiren de la calle a los bicharracos.

…Y a vivir otra vez sin abrir la boca y qué bonito es nuestro pueblo y que les den a los que no nos conocen todavía.

Un día, siempre llega un día, las gaviotas dejaron de morir y de caer del cielo sobre nuestro pueblo. Pedrito sentenció que todas las gaviotas del mundo habían muerto en nuestro pueblo.

¿Un mundo sin gaviotas?

A las nueve de nueve de la mañana cayeron las últimas. Veinte. Ni una más.

Y tras la retirada de siempre, un coche sucio y negro llegó al pueblo. Bajaron del coche una mujer y un hombre, los dos muy altos, guapos, limpios, elegantes, con un maletín los dos, en dirección al ayuntamiento caminaron sin saludar, yo diría que no respiraban.

Pedrito fue el último en enterarse de la invasión. Y todo tiene una explicación. Pedrito se entretiene contando las olas que rompen o mueren en la playa de Santa Bárbara.

Corrió hasta llegar a la plaza. ¿Qué pasa? Que nos invaden los extraterrestres. No jodas. Como lo oyes. ¿Y ese coche? De los extraterrestres. Está muy sucio. Pues ellos son guapos. ¡A callar!, la voz de don Carmelo tiene que ser muy parecida al vozarrón del arcángel Gabriel.

Más de dos horas después salen del ayuntamiento la mujer y el hombre. Yo digo que siguen sin respirar. Entran el coche y chao.

A los cinco minutos un río de sangre sale del edificio y hay que echarse a correr hasta la playa. El océano se vuelve rojo.

Oímos el ruido, y después vemos el aparato. El helicóptero se pone encima de nuestras cabezas. Baja cada vez más. Dos sujetos nos tienen en el objetivo. Son unas cuarenta personas.

Y comienzan los disparos. Una masacre.

No se mueva. Quieto donde está.

Ya no recuerdo nada.

………………….

Despierto en un quirófano. Una enfermera observa no sé qué en los endiablados artilugios que ella maneja como si nada. Me sonríe. Entra un obeso que dice llamarse doctor Quevedo. ¿Cómo está? No puedo hablar.

Ya pasó todo. Está muy bien. Tiene que creerme. Ha sido necesario hacer lo que se ha hecho. No es grato, naturalmente, pero había que hacerlo. Usted es uno de los elegidos para salvar la tierra.

¿Qué tierra?

La Tierra.

Y supe entonces que aquel hijoputa me estaba diciendo que ya no volvería tomar el café de mi madre y que el coño de Manuela era cosa ya del pasado; qué digo del pasado, el coño de Manuela nunca existió.

Y a mí la Tierra me la trae floja, de verdad. Pero el doctor me droga y comienza a llamarme Q. ¿Cómo?

Tu nombre es Q.


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