Las roba pelos de Marianao

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LAS ROBA PELOS DE MARIANAO

 

 

-¡Te va a crecer de nuevo! ¡No llores más! –trataba Mireya de consolar a su hija Virgen, mientras el auto en que viajaban, avanzaba veloz, camino a la estación de policías más cercana, donde pretendían poner la denuncia.

 

-¡Pero no para mis quince! ¡No va a dar tiempo, madre! ¡Sólo falta un mes para la fiesta!

 

Madre e hija habían salido esa mañana en un carro alquilado, acompañadas de un fotógrafo profesional, encargado de la sesión de instantáneas que dejaría constancia de la belleza de la niña en sus quince primaveras.

 

Vestida con un suntuoso traje de princesa, mucho maquillaje, una sombrilla, y el pelo rubio, largo, y espeso, oliendo aún a champú y a suavizador caro, desafió Virgen el calor de junio, para ir posando en los diferentes lugares de La Habana, que a juicio de su madre, eran los ideales para que las fotos quedaran más bellas.

 

Estaban en la plaza de San Francisco de Asís. Virgen, recostada a una de las paredes del convento, sonreía como artista, esperando que el fotógrafo accionara la cámara.

 

-¿No puedo ponerme una paloma en la mano, mamá? Como si estuviera dándole comida…

 

-¡No, hija, qué va, que te puede cagar el vestido! –le dijo alarmada Mireya.

 

Justo en ese momento ocurrió la desgracia. Aparecieron de la nada, y tijeras en mano se abalanzaron sobre el cabello de Virgen. Con una rapidez y una destreza insólitas, mientras una le halaba la cabeza hacia atrás, la otra lo cortó, lo lanzó dentro de un bolso que llevaba a un costado, y luego, en cuestión de segundos, ambas se escabulleron por las callejuelas aledañas a la plaza, dejando al fotógrafo y a la madre con las bocas abiertas de asombro, y a la muchacha asustada y llorosa, sin poder entender bien aún lo que había sucedido.

 

-¡Atájenlas! ¡Atájenlas! ¡Se robaron el pelo de la niña! –reaccionó por fin su madre en medio de gritos desesperados.

 

-¡Agarren a las ladronas! ¡Agárrenlas! –se unió también a ella el fotógrafo, reclamándole a la multitud. Pero los turistas que a aquella hora deambulaban por la zona, no tenían ni la menor idea de lo que aquel par de locos estaba gritando.

 

-Esas son las roba pelos de Marianao, señora –le dijo a Mireya el policía que la atendió en la estación-. Hace rato que estamos detrás de ellas, pero son muy hábiles, y hasta ahora no hemos conseguido ubicarlas. Siempre atacan así, vestidas con gorras y espejuelos para esconder el rostro. Pero no se preocupe, vaya para su casa, que si las capturamos, el pelo de su hija le será devuelto.

 

-En estos días voy a ir a ver a Julito, mi amigo peluquero –limpió Mireya con un pañuelo las lágrimas que aún continuaban rodando por el rostro de su hija-. Ese maricón es un artista. No por gusto casi todas las cantantes y actrices de de este país se van a peinar con él. Olvídate, que alguna solución va a encontrar. Hasta una buena peluca puede ponerte en la cabeza el día de la fiesta.

 

-¡Una peluca no, mamá! –protestó su hija-. ¡Imagínate si se me cae bailando el vals! Todos se van a burlar de mí.

 

-¡No se va a caer nada! El sabrá como hacerlo.

 

La tarde en que Mireya decidió ir a conversar con Julito, el portón del patio estaba abierto. Entró sin avisar, y lo sorprendió en pleno ensayo.

 

“…Y todos me miran, me miran, porque sé que soy linda….” -cantaba y se contoneaba Julito frente al espejo de la sala, intentando imitar a Gloria Trevi.

 

-¡Maricón! ¡Hijo de puta! ¡Ese es el pelo de mi niña! –gritó Mireya fuera de de sí, y se abalanzó sobre él, arrebatándole el moño rubio que Julito llevaba en la cabeza-. ¡Tú eres una de las roba pelos! ¡Tú eres el ladrón!

 

Los vecinos acudieron al oír el escándalo. Tuvieron que esforzarse mucho en controlar a Mireya, que no dejaba de golpear al muchacho. Mientras tanto, él intentaba inútilmente evadirla, repitiéndole una y otra vez que era inocente, y que ese pelo rubio lo había comprado hacía un par de días.

 

Cuando se calmaron los ánimos, Julito despidió agradecido a los vecinos. Se quedó a solas con ella, y le hizo café. Sentados junto a la mesa de la cocina, probaron llegar a un acuerdo.

 

-Mireya, ¡no puedo decirte quienes son ni dónde viven las roba pelos! –le dijo él preocupado-. Si las denuncio, también yo tendré que ir a prisión por receptar su mercancía. De vez en cuando ellas me traen pelos para hacer las pelucas que uso en mis shows, o para ponérselo como extensiones a las negritas presumidas del barrio.

 

-Entonces, ¿qué me propones? –preguntó ella prendiendo un cigarro.

 

-Vamos a ser prácticos. El pelo de tu hija va a crecer de nuevo, y en cuanto al arreglo para la fiesta, yo voy a encargarme de todo. Te va a salir gratis lo que le haré ese día en la cabeza.

 

-¿Sólo eso? Creo que es poco para callarme y no decirle a la policía que eres amigo de esas delincuentes…. –comenzó a decir Mireya con aires de quien siente la seguridad de tener la sartén por el mango.

 

-¿Cuánto quieres por tu silencio? –la interrumpió él.

 

Mireya se echó hacia atrás en la silla. Tomó aire, sacudió la ceniza del cigarro directamente en el piso, y con la voz engolada de ambición, desembuchó la cifra.

 

Julito palideció, y sus ojos maquillados se abrieron de asombro. Tragó el resto del café que aún quedaba en la taza, apretó con fuerza sus labios punzó, y emitiendo un suspiro, asintió resignado.

 


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