Conspiración en silencio (6 de 7)

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Agradecí sinceramente esas palabras de Ana, porque Suso ya se había sentado entre mis piernas y comenzaba a embadurnar mi coño con la espuma que después serviría de bálsamo a la cuchilla. Mi amiga se había colocado a mi lado, asegurándose de evitar cualquier movimiento de mi cadera que acabara en una escabechina coñil, aunque enseguida pude confirmar la destreza de mi estilista entre mis carnes sensibles. Efectivamente, Suso mostraba un talento especial a la hora de trabajar los rincones peludos de un chocho, lo cual no dejaba de ser una ironía muy extraña teniendo en cuenta su inclinación personal. Pero eso poco importaba ahora. La auténtica realidad es que Ana estaba calentándose por momentos oteando cómo un mariquita chillón y estridente toqueteaba mis partes, y muy pronto entendí que albergaba la esperanza de que yo me pusiera tan cachonda como ella con esta situación. Sin duda, era el morbo de Ana, y sobre la marcha lo estaba descubriendo. Lejos de pretender desilusionarla, decidí entrar en su juego y, a la vez que el peluquero le pedía que me levantara bien una de mis piernas para acceder con más facilidad al vello de mi oscuro anillo, yo estiré mi mano hacia abajo para sacarla fuera de la silla y ubicarla bajo la falda de mi compañera, justo acariciando uno de sus muslos. Ella agradeció muchísimo ese gesto de simetría sexual, y me lo mostró desabrochándome la blusa para acceder a mis senos, que ya mostraban un relativo endurecimiento. Estiró el sujetador hacia abajo y los destapó para pellizcar uno de mis pezones y luego el otro.

 

"¡Mariconas! Dejad que acabe mi trabajo antes de comeros la almeja", soltó Suso con ese acento amanerado de pija pueblerina.

"¿Guardaste la polla de goma que traje la última vez, Suso?" le preguntó Ana al estilista.

"Claro que sí, corazón, lo tengo guardado para ti", le respondió.

"Úsalo con Eva exactamente de la misma manera que lo utilizaste conmigo, por favor", le rogó una Ana completamente congestionada por la fantasía que estaba a punto de cumplir.

 

Cuando terminaron la conversación, también se acabó el trabajo en mi entrepierna, dejándome un coñito tan suave y liso como en mis épocas pubescentes. La faena había sido impecable y, mientras Suso salía de la habitación para cumplir con la solicitud de Ana, ésta recuperaba mis bragas para, ante mi sorpresa, comenzar a recortar la zona del escudete formando un agujero circular que permitía, a simple vista, insertar tan solo un par de dedos. Me pidió que me las pusiera y que permaneciera en la misma postura, expuesta con las piernas abiertas y preparada para una incursión que mi amiga quería dirigir desde su atalaya morbosa.

 

No transcurrió ni un minuto, y ambos mariquitas, desfilando como el día del Orgullo, entraron en la sala donde encontraron un panorama que a ellos tal vez no les resultara novedoso, pero que para mí era absolutamente surrealista. Pablo era el más joven de los dos y, decididamente, menos afeminado que su pareja. No sé si eso me tranquilizaba mucho. Debía tener unos 30 años, mientras que Suso ya debía llegar a los 40. Ambos tenían un aspecto muy cuidado, al modo de las aldeas, pero con una estética diligente y meticulosa. El más joven portaba el pollón de goma en la mano, y enseguida se sentó en el mismo lugar que antes había ocupado su compañero Suso. Sin duda mostró un interés inusitado por empezarme una paja que, a bote pronto, se antojaba físicamente imposible, ya que un diámetro de 2 dedos en el agujero de mis bragas era demasiado estrecho para asumir el grosor de un dildo como ese, grueso, oscuro, lleno de venas simuladas y con un glande de congoleño.

 

Ana disfrutaba toda esa humillación ajena con tanto morbo y excitación que, de pie, a mi lado, saboreando el tacto de mis pezones y repasando con la vista todo lo que sucedía, permanecía en absoluto silencio con una expresión de viciosa que todavía no había conocido en ella. "Nenita, ayúdame con tu amiga", le pidió Pablo a Ana, que ahora parecía haber entrado en trance. Mientras tanto, Suso estaba tomándose un descanso tras su obra maestra sobre mi conejito, y permanecía sentado frente a la mesa del comedor leyendo una revista del corazón. De vez en cuando levantaba la vista para repasar lo que estaba ocurriendo en mi puesto, y otras veces se le oía despotricar de algún personaje de la farándula mientras pasaba a toda prisa las hojas del semanario en un gesto de desaprobación femenina. Pablo ya había presentado el torpedo de goma frente al agujero de mi tela, y Ana, cumpliendo con su solicitud, mostraba un interés especial en mantener mis piernas bien estiradas para exponer el orificio de mi vulva lo más abierta posible, aunque la tela impidiera la intrusión de prácticamente nada. Cuando percibí el intento frustrado de Pablo por insertar el mango africano de látex en mis entrañas, me recorrió por el cuerpo un ardor increíble que Ana supo reconocer enseguida y, mientras perseveraba en mi ofrecimiento frente a Pablo, usaba una de sus manos para seguir trabajándome los pezones y asegurarse que mi incomodidad inicial se transformara lentamente en puro deseo físico. Mi empalador gay continuaba embistiendo con cierta vehemencia pero sin resultado aparente contra mi tela forzada, y muy pronto comencé a sentir una sensación de virginidad exasperante. Es curioso cómo los intentos por insertarme a través de una brecha limitada me recordaba la primera vez que un tío forcejeaba en mi himen para romperlo. Era muy excitante sentir las acometidas de Pablo para ofrecerme placer, sabiendo que la barrera de tela ofrecía una resistencia tan semejante a un virgo femenino. Y el hecho de que un gay estuviera realizando ese trabajo era lo que a Ana le daba más morbo, y a mí más seguridad.


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