Aquella fría mañana de invierno

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Aquella fría mañana de invierno, decidí salir a pasear. Se respiraba bien; un aroma a naranjas. No había demasiada gente en la calle: un par de niños jugando junto al bar que hace esquina y dos adultos tomando café, los que probablemente serian los padres de las criaturas. Más tarde entraría a tomar una copa en el bar, pero antes quería acercarme hasta el kiosco comprar el periódico. Puede parecer estúpido a priori, ¿para qué comprar el periódico si después pienso ir al bar, donde puedo hacer uso del periódico –siempre que consuma algo –­ de forma totalmente gratuita? Pues bien, es tan sencillo como que si compro el periódico, pasa a ser de mi propiedad, y puedo hacer lo que quiera con él, como llevármelo a casa, sin embargo, el periódico del bar si no acabase de leerlo, debería dejarlo allí. Pobre de mí, que me gusta leer hasta las esquelas y la sección de anuncios, la cual de vez en cuando contiene anuncios realmente curiosos.

Al llegar al kiosco, me encuentro con una situación más bien poco habitual. Un señor – un vagabundo –trata de convencer al dependiente de que le ceda un dominical para poder entretenerse. Yo, generosamente, ante la negativa del kiosquero de regalar nada, me ofrecí a pagarle al vagabundo el periódico que él escogiese. El vagabundo, en agradecimiento, decidió –y digo decidió, porque a pesar de negarme, lo hizo igual –acompañarme el resto del día para así, según él, servirme en aquellas cosas que pudiera necesitar ayuda, o simplemente, actuar como si fuera mi mayordomo.

La mañana transcurría lenta. El vagabundo no se separaba de mí ni un segundo. Incluso me costó convencerle de que no necesitaría su ayuda para ir al baño. No parecía mal tipo, pero era demasiado pesado. Al principio se mostraba algo tímido, pero rápidamente reveló su faceta charlatana. Hablaba de cualquier cosa; tan pronto hablaba sobre las noticias del periódico como de que los políticos son unos corruptos, aunque a menudo se integran ambas cosas.

Se acercaba la hora ya de comer y ahí seguía él, pegado a mí como una lapa. Dichoso el momento en el que se me ocurrió salir a pasear, en aquella fría mañana de invierno…


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