Se desnudó para que contempláramos un cuerpo blanco, bello. Bastaba con estar sentado, a dos o tres metros de ella. Bebiendo cerveza fría.
Luis con el revólver apuntando y enseñando dientes sucios y grandes. Babeando. Él le pidió que bailara. Nada del otro mundo. Gabriel se pajeaba y buscaba correrse cuanto antes. Gordo y serbio. Yo también me tocaba, pero si miraba la cara de la mujer, algo me decía que no todo iba bien.
Me levanté y me abracé a su cuerpo.
"Escúchame. Ya sé lo que pasa. Quieres que esto pase y que acabemos pegándote un tiro. ¿Verdad que sí? Es lo que deseas. Pero no va a pasar como tú quieres. Vivirás y lo contarás. Siempre termina así. Todas las anteriores a ti lo hicieron, y tú harás lo que ellas hicieron antes que tú. Pero tú eres la última. Ellos no lo saben. Y ellos sí que van a morir aquí. ¿Ves al que se corre y al que te apunta con el revólver? Fíjate."
Todavía recuerdo la cara de Luis. Y un segundo después con el balazo en la cabeza. Y miré a Gabriel. Empalmado. Poniendo la cara de un niño sorprendido. Otro disparo y ya está.
Vuelvo a abrazarme.
"Baila conmigo. Me gusta mucho que no llores. Baila. Todavía estoy empalmado."
"Mátame, por favor".
Yo no paré de reír mientras abandonaba la casa y subía al coche y me marchaba del lugar en una noche fría, demoledora, blanca para mí porque nunca duermo y noche que siempre huele mal, que se estrecha.
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Matilde Pérez salió un par de días después en la tele y hablaba de nosotros, pero principalmente de mí.
Y sorprendentemente fue ante la fría cámara cuando se echó a llorar.
Por primera vez me entraron ganas de matar. Matarla.
Aunque sospecho que ella también deseaba lo mismo.
Así que volvió a entrarme la risa. La risotada. Y me descojoné cuando una niña le preguntó: "¿Sufres?".
Apagué la tele porque me moría de risa.
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