—Estás loco.
—No, no lo estoy —odio cuando empieza con eso.
Bajo la llave corriendo podía ver cómo se acumulaba el agua turbia en la bañera. Ella metió el pie izquierdo al agua y un escalofrío la recorrió un instante. Sea lo que sea que pase de ahora en adelante, jamás dejaré de reconocer la enorme sensualidad de sus pies desnudos. Si en algún momento del futuro recuperamos la pasión que tuvimos alguna vez —cosa del todo imposible— lo primero que haré será comprarle unos zapatos de tacón que delineen perfectamente sus pies perfectos. Y ahora veía cómo sus hermosos pies se ensuciaban en el pequeño charco de agua que iba creciendo en el fondo de la bañera. No tenía ninguna gana de bañarme con ella. Salí y regresé a la habitación, donde me esperaba el maletín abierto con los papeles esparcidos que ella había roto hace no más de diez minutos. No dejo de preguntarme cómo es que todo se fue a la mierda, pero la verdad es que sé perfectamente cómo fue que ocurrió. Lo vi desde un principio, desde la primera señal que me entregaba su sonrisa extraña, sus ojos poseídos por un brillo que no podía significar nada bueno. Fui observando con calma el derrumbe de nuestra relación, saboreando el descenso de la pasión, el acaloramiento de las discusiones, gozando los momentos en que nos íbamos a las manos y terminábamos haciendo el amor de la manera más violenta. Juro que nunca tuvimos mejor sexo. Pero me engaño, la nostalgia de los primeros días excava ahora en mí un agujero que sólo podré cerrar echándole tierra encima.
—¡Si tu locura no es de verdad entonces eres un mentiroso! —la indiferencia en su forma de gritar era el vestigio claro de que la violencia era para ella un hecho asumido ya hace mucho tiempo— ¡No conozco nadie en este mundo que pueda actuar como tú y seguir con la conciencia limpia, cantarle a la vida como si el pasado no existiera!
Maldita mujer loca.
Fui hasta el cuarto de baño, me desvestí rápidamente y me lancé sobre ella. Comenzó a chillar y la retuve por el cuello, presionando con mis dedos para cortarle la respiración. Entonces ella agarró mi pene con sus dedos largos, clavándome las uñas sin consideración, y lo introdujo dentro suyo. Su cara cuando entramos en esta dinámica es algo que jamás podré olvidar; no existe en este mundo otra mujer con tanta capacidad para la pasión y la violencia, tanto hacia los demás como hacia ella misma. Estuve así, embistiendo contra su estómago, calentándome con el interior de su cuerpo, mojándome las piernas y los brazos con el asqueroso líquido que cubría ahora casi la mitad de la bañera. Luego me eché a su lado y la abracé. Ella comenzó a llorar y me dijo que me amaba. Éramos como una pareja de cerdos que se acababa de revolver en el lodo; sus ojos color verde cristalino brillaban por encima de su cara embarrada. La besé suavemente, retuve mis labios contra los suyos todo lo que pude; ella me mordió y una pequeña gota de sangre me asomó por la comisura del labio inferior.
—Vete si quieres. ¡Vete! Es la única alternativa que nos queda. Pero como te olvides de mí te mato, ¿me oyes?
—Maldita mujer loca —la tomé del cuello, ahora con suavidad—. Olvidarte no sería sano.
Dejé que se durmiera en mis brazos, con la cabeza enterrada en mi pecho y su pelo sucio metiéndose por todos los orificios de mi cara. Me levanté y destapé la bañera. Vista así, con el cuerpo todo embarrado y en posición fetal, parecía que hubiera sido asesinada de la peor manera. Miré por última vez su culito blanco que increíblemente permanecía inmaculado; ese culo había sido lo primero que vi de ella y quería que fuera también lo último. Me limpié la suciedad con una toalla, me vestí y fui hacia la habitación. No valía la pena tratar de salvar los documentos que ella había hecho trizas; vacié el maletín y lo llené con un par de camisas y una botella de vino a medio acabar.
Afuera, apenas comenzaba a amanecer. Sólo un par de autos pasaron lentamente, casi sin hacer ruido, por la gran avenida que se cruzaba con la calle de la que había sido mi casa. Me dirigí a la parada de autobús. Noté que mi camisa tenía una mancha de sangre en el pecho. Era hora de escapar a un nuevo lugar, uno que quedara muy lejos y del cual no fuera fácil regresar.
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