La Cosa Nostra

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               Hacía calor. Mis manos sudadas se resbalaban sobre el volante y el maldito aire acondicionado fallaba, como de costumbre. Miré por un segundo, a través del retrovisor, el asiento de atrás donde estaba Luca, el tipo nuevo, con sus manos unidas y jugueteando con sus pulgares, uno alrededor del otro, haciendo círculos rápidos… Me estaba sacando de quicio. Regresé la mirada al camino y por el rabillo del ojo miré a mi lado a Adriano, sudando como un cerdo, con ese sombrero blanco que cuidaba más que a su vida. Tenía el brazo recargado en el espacio de la ventana, y estaba bastante tranquilo. Tal pareciera que fuese al único al que no le importase una muerte más. A mí, comenzaba a pesarme.

               Mientras salíamos de la ciudad, pasamos cerca del territorio Lucchese, donde las miradas nos seguían sigilosas. Tipos vestidos con gabardinas enteramente negras nos siguieron con los ojos durante casi toda la calle Hester. Adriano, ese maldito loco, al notarlo sacó su arma apuntando hacia el techo, limpiándola suavemente con el pañuelo de su saco, mirando al tiempo a esos mal nacidos.

               —Adriano… —dije con tono amenazante.

               — ¿Qué? Sólo estoy manteniendo mi herramienta de trabajo limpia.

               —Deja el sarcasmo para otro día —repliqué mientras bajaba tranquilamente su arma con mi mano derecha, sin dejar de mirar el camino.

               —Oh vamos, sólo quiero un poco de diversión jefe… —me decía con esa voz gruesa, rasposa, y un tanto burlona.

               Mientras decía eso, intenté ir más rápido, sabía que el chico mojaría los pantalones si algo más pasaba en ese momento.

               Mi pie se hundía poco a poco en el acelerador de aquel Lincoln seminuevo, mientras Luca sacaba un arma de su saco y disparaba a uno de aquellos tipos. Salté de mi asiento al escuchar detonarse el arma. Adriano, abrió sus ojos como plato, y volteaba al asiento trasero viendo a Luca, éste bastante sorprendido de estúpida reacción. No tuve otra opción que hacer rugir al bólido, arrancando de golpe mientras el cuerpo del sujeto caía al suelo con borbotones de sangre saliendo del interior de su gabardina, uno de ellos lo asistía y sus compañeros gritaban en un raro acento italiano: —¡Síganlos, maldita sea!

               — ¡¿Qué demonios te sucede chico?! —grité furioso, mientras el auto revolucionaba entre cambios.

               —Na-nada, nada jefe —tartamudeaba—, sólo hago, lo que cualquier Bonanno haría…

               Antes de que siguiera hablando, o poniendo algún otro pretexto estúpido, un disparo se escuchó. Agaché la cabeza como reflejo. Como era de esperarse, los Lucchese venían detrás, a toda velocidad en un auto negro. Adriano, no tuvo otra opción: sacó su arma y saliendo por la ventana del auto, respondió al menos tres veces a la estruendosa detonación. Luca sollozaba con la cabeza hacia el suelo y las manos en los oídos. La apariencia tranquila e inmutable dio paso a un rictus de sincero temor.

               Esquivaba autos, uno tras otro, y los Lucchese no se alejaban, estaba comenzando a sentirme nervioso. Después de 25 años de servirle a Don Vincent… Sin pensarlo di vuelta a la izquierda y después otra a la derecha hacia la calle Broadway; pensé que sería una buena manera de llegar a la parte despoblada de la ciudad y poder matarnos a placer. Casi volcamos, y los disparos iban y venían, destruyendo el medallón y los retrovisores del auto en cada disparo. Adriano tenía suerte, disparaba y tumbaba por lo menos a un tipo, de al menos seis que había en el auto.

               Giré a la izquierda —no sé en qué calle—, y llegamos a esa parte, donde ningún hombre rico de negocios había puesto sus manos. Había al menos dos hectáreas de campo despejado y al fondo, árboles y matorrales. Seguí recto y aceleré a fondo, tocando la alfombra del ahora —merced de las balas— destrozado Lincoln, llegando hasta el centro del semi-árido terreno.

               Los autos se detuvieron y los disparos cesaron. Hubo silencio y sólo el sonido de una sirena de ambulancia se oía a lo lejos.

               —Quédate aquí chico, no quiero que lo empeores— dije señalando a Luca, mientras levantaba la cara, llena de mucosidad y llanto, sin ninguna expresión en su rostro. Casi sentí lástima por él.

               Abrieron la puerta y sólo el sonido de los botines en la acera se escuchó sobre el silencio abismal que se encontraba entre auto y auto. Bajaron los hombres del auto negro: sólo quedaban dos; Adriano ya se había encargado del resto.

               —Muéstrate maldito Bonanno… —dijo uno de los tipos con su arma apuntando hacia nuestro auto.

               Abrí la puerta que casi cae al suelo —igual que todo el auto, estaba deshecho—, me agaché y escabullí hasta la llanta delantera, recostando mi espalda en ella. Adriano estaba escondido dentro del auto —se lo propuse para tenderles una trampa—, mientras Luca seguía agachado, llorando.

               Salí de mi escondite y de inmediato dejaron de apuntar al auto para apuntarme a mí. Me levanté con el arma apuntando hacia el cielo y mostrando la otra mano en señal de rendición. Esperando me creyeran solo.

               —Está bien —dije. Me tienen, creo que lo justo es que me fusilen aquí…

               —¿Qué hay del imbécil que venía de copiloto? El que mató a mis hermanos —pausó.

               —Murió en el camino hacia acá. Tenía una herida de bala muy profunda en el pecho —le contesté, con mis manos todavía en el aire.

               —No te creo, todos los Bonanno son unos mentirosos —me miró, entrecerrando los ojos.

               —Compruébalo por ti mismo entonces —me mofé, como si realmente no me importara que viese el cuerpo de un hombre muerto con sangre por doquier… o a dos hombres bastante vivos, esperando. El hombre se acercó al auto sigilosamente, mientras el otro sólo miraba por detrás de su auto apuntándome con una metralleta.

               Miré el auto como avisando a Adriano, quien, escondido entre la puerta y la guantera, me entrecerró el ojo, y se preparaba para lo que llegase a pasar; Luca, gimoteando aun. El hombre de la gabardina negra llegó a la manija y abrió la puerta. Adriano ya lo esperaba con el arma apuntándole. El primer disparo en mucho rato se escuchó, el hombre que me custodiaba con su arma se distrajo y tuve la oportunidad: bajé mi arma a la altura de su pecho y disparé, disparé y disparé hasta que sólo se escuchaba un clic, clic al jalar el gatillo del arma ahora vacía. Las ventanas no lo protegieron mucho.

               Regresé de mi sorpresa para percatarme de que los dos Luchesse ya se encontraban en el suelo.

               —Sal del auto Luca, todo terminó… —dije de manera bastante clamada.

               El chico salió del auto y caminó lentamente hacia los cuerpos para confirmar si en verdad no eran amenaza. Adriano se recargó en el auto con las manos en las bolsas de su pantalón. Extendí mi mano hacia Adriano para que me prestara su arma. Una vez empuñada, la dirigí a donde se encontraba Luca, mientras el ingenuo chico seguía mirando los cadáveres dándonos la espalda.

               —Lo siento, Luca.

               —¿Jef…

                 Disparé sin piedad. Su cabeza se movió hacia atrás de una manera violenta mientras la bala atravesaba su cabeza. Veíamos impávidos cómo el cuerpo sin vida caía al suelo de una manera machucada.     


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