Todos los días compartían miradas que querían decir mucho más de lo que habrían logrado explicar con palabras. La limerencia con que él no podía evitar girar la cabeza hacia ella quedaba siempre reflejada en la diáfana superficie de sus ojos, puesto que, al fin y al cabo, ella también lo estaba mirando siempre a él. Tras aquel efímero instante que se repetía una y otra vez, un misterioso mecanismo activaba un fino telón rosáceo que envolvía sus mejillas y les provocaba un cosquilleo en el vientre. En ese momento, azorados, ambos apartaban la mirada deseando que ésta se volviera a repetir y anhelando que la otra persona hubiera captado lo que con la mirada no se atrevían a decirse con palabras: Que se amaban. Ya debían de haberlo captado cuando algo se interpuso entre ellos:
Yo.
Yo también la amaba.
Y ahora él descansa bajo el mar.
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