Vuelvo a volar sobre nosotros,
tomando la mano de tus silencios,
esos que barrían las asperezas en los días mojados.
Tanto que nos regalaban el milagro de salvarnos
eternamente otra vez, justo en el instante final.
Paseando sin prisas por los rosales de tu pecho,
entonces envuelto en jazmines que eran algo tuyo,
para sentir que sólo nosotros conocíamos
el secreto que nos hacia libres.
A veces confundía nuestra piel
de tantos suspiros contenidos
en la puerta del azul de tu mirada,
encallando tantas noches en ti.
Eran tiempo sin nubes de dolor,
colmados de la miel de nuestro aliento
para no terminar en la deriva de la muerte;
asfalto del sentimiento.
Campanas rotas lo anunciaron,
mientras yo seguía acurrucado
en la infinita calma de tus senos;
tormentas de piedra abrieron sus puertas.
Porque se apagó la luz de tus ventanas,
faros de nuestra dicha
que burlaba ese valle de soledad,
el mismo que olvidamos tanto atrás
en el álbum de luz que guardas.
Desierto está el banco de nuestros reencuentros;
la calle florida de nuestros abrazos;
como gotas de ti,
y es que sigo meciéndome en tu recuerdo,
igual que al oír tu nombre me falta tu aire.
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