LOS ANALES DE MULEY(2ª PARTE)(14)

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              XLl  

   Yo era un mozalbete

forzudo y bien fornido

por el pueblo querido,

admirado por su gente

que nada deja en olvido,

pero que queda latente.

   Crecía en todos los aspectos

que un hombre podía crecer,

tenía buen amanecer,

aprovechaba su luz

para alimentar mi ser

y ser buen andaluz.

   Yo no tenía maestro                                                                                                  

y menos aún instructor,

era un fiel agricultor

amante de su trabajo,

era ya un gran labrador

de profundo y largo tajo.

   Mi padre confiaba en mí

porque su labor relucía,

sus enseñanzas aprendía

y la tierra me formaba,

sus consejos asentía

y feliz me encontraba.

   Era incansable peón,

trabajador obediente,

persona polivalente

a la orden del “señorito”,

tenía una buena fuente

y un fuerte currito.

   Me dio su confianza

y el confiaba en mí,

yo siempre lo obedecí

y nada me reprochó;

al pudiente conocí,

pero el bien me controló.

   Fui marioneta en sus manos.

Obediente, callado,

sumiso y conformado,

era un joven incansable

con un don afortunado

y un aire domable.

   Cuidaba de la huerta

y sus tierras labré,

sus altas rentas cobré

para orgullo de mi padre,

más gozosa encontré

a mi sonriente madre.

   Era un joven activo

que con todo aquello podía,

satisfacción sentía

al acabar la jornada,

pues siempre presumía

de mi fuerza rasgada.

   Era tanta mi actividad

que cada noche soñaba

y esperando quedaba

la zafra con su embrujo,

paciente en ella pensaba

y en su vital rebujo.

   Cada año por primavera

la vital zafra se asoma,

con su tolerante aroma

y su paso mareante,

a un pueblo que retoma

lo mundano y lo pensante.

   Son días de sacrificio,

de un trabajo constante,

de mirar hacia adelante

alcanzando un mañana

con un aire tolerante

que de nada emana.

   Todo el pueblo se enfunda

su nítido camisón  

con rasgos de almidón

y cuello de talle largo;

se aviva su corazón

en momento amargo.

   Con multitud de aromas

sus callejas se decoran

y sus fragancias afloran,

se ornamentan de colores                                                                                                                                          

con pisadas que afloran

sus olvidados amores.

   El pueblo es diferente.

Cambia de actitud,

se llena de juventud

y de buenos braceros;

se palpa inquietud

entre todos los arrieros.

   Entre luces, entre sombras,

la vida vagabundea,

en su espejo se recrea

una zafra emergente

que sumisa se pasea

por su tierra candente.

   Es la caña de azúcar

un suspiro, una espera,

una sutil primavera

de alegría y esperanza,

una dulce compañera

de elegante andanza.

   Era culto de deseo

la zafra primaveral,

era cuestión general

de un pueblo hambriento

que aprecia al personal

según fuese el momento.

   La zafra era diferente.

Mataba la monotonía

de un pueblo que sufría

y callaba la escasez

que la nación padecía

con una gran madurez.

   A la villa forasteros                                                              

exultados arribaban,

en la zafra trabajaban

y absorbían sus aromas,

a ella se maniataban

con sus fuertes maromas.

   Venían a ganar “perras”,

acudían por su sustento,

para tomar alimento

y el hambre desterrar,

era codicioso evento

para su escasez calmar.

   De sol a sol trabajaban

mirando siempre al mañana,

con actitud cotidiana

cumplían con su menester

y fluía una fontana

de su indeleble ser.

   Era un agua cristalina

que limpiaba la indolencia

y suplía la carencia

de manera fulgurante,

arribaba la paciencia

y nadie era errante.

   Eran hombres de raza,

o al menos lo perecían,

al tajo siempre acudían

prestos y con devoción,

ellos bien claro lo tenían

y actuaban con pasión.

   La faena era dura,

para gente bien fornida

y sumamente aguerrida,

se trabajaba consciente

para ganarse la vida

quedando algo pendiente.

   Con su presencia el pueblo

de multicolor se teñía

y jubiloso de alegría

su actitud cambió,

al mondador recibía

y su corazón abrió.

   Yo laboré varios años,

trabajé de cargador,

fui activo estibador

de cualquier camión

en deber del labrador

y actuaba como peón.

   Acudía muy contento

al lugar de reunión,

exponía mi razón,

mis ansias de trabajar,

aunque era solo un peón,

hombría quería demostrar.

   No quise ser mondador,

ni a monda pertenecer,

por ello pude escoger

estibar en camiones,

su arte quería aprender

y mostrar mis condiciones.

   Era una faena dura

para hombres bien fornidos,

fuertes y atrevidos,

hombres sin ningún lamento,

hombres bravíos, decididos,

que no vivían del cuento.

   Pero éramos cargadores,

unos simples jornaleros

que buscábamos dineros

a cambio de trabajo;

recorríamos senderos

para arribar al tajo.

   Con nuestro esfuerzo

el camión se cargaba,

el hombre siempre estaba

dispuesto para la carga

y la mente nos guiaba

en nuestra lucha amarga.

   No quiero dar muchas alas

ni fama a los cargadores,

éramos estibadores

en una zafra bravía

que hasta los mondadores

eran gloria de un día.

   Si la monda era su alma,

su brazo ejecutor

era el bravío cortador

que blandía su machete,

parecía un segador

que la siega acometía.

   No existiría la zafra

sin unos buenos braceros,

sin unos buenos arrieros

con dóciles acarretos;

eran sanos forasteros

cargados de amuletos.

   Porque a la buena suerte

todos ellos perseguían,

hasta el pueblo acudían

en su estrella confiando,

y con tesón acometían

aquel evento callando.

   No quise ser cortador

ni machete coger,

ni armas quise tener

para no poder matar,

pero tengo el deber

del peligro afrontar.

   ¡Que callen todas las armas!

El machete envainemos

y el dolor desterremos,

que el gozo calle al llanto

y la muerte respetemos.

¡Que el hombre avive su canto!

   Que el duro cortador

blande su negro acero

y golpee con esmero

las dulces y rectas cañas,

su golpe, siempre certero,

las rapten de sus extrañas.

   El aire su dolor calla

y alivia su lamento,

un soplo de sutil viento

lame su abierta herida;

es nuestro sufrimiento

de una inerte vida.

   La zafra es un encuentro

que cada año, en primavera,

en su regazo espera

a gente multicolor;

braceros vienen de fuera

con su fuerza y honor.

   En la primavera nace,

en la primavera muere,

buen tiempo solo requiere

para acabar la faena,

aunque amor se adquiere,

va aflorando la pena.

   Así un año…y otro.

El tiempo va pasando,

la zafra se va asomando

por su ingente ventanal;                                                                            

de reojo va mirando

a su efímero penal.

   “Quien trabaje en la zafra

es un hombre de verdad

y no importa la edad”,

dice una voz popular,

más solo con voluntad

no se puede trabajar.                                                                                                                                                  

   Había que estar bien fornido,

de sólida fortaleza,

saber usar la cabeza

y trabajar con oficio;

se aparcaba la torpeza,

se teñía de sacrificio.

   Yo me consideraba hombre,

joven, pero vigoroso,

callado, pero impetuoso,

trabajador incansable,

hablador y amistoso,

era hombre razonable.

   Preferir trabajar duro

y no ser un mondador

ni un simple aguador,

quise estar en el frente,

donde la acción da calor

y es orgullo de gente.

   Nunca huir del trabajo

ni su dureza lloré,

el mal tiempo capeé

con esfuerzo y tesón,

gran enseñanza saqué

 

 


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