LOS ANALES DE MULEY(2ª PARTE)(14)
Por YUSUF AL-AZIZ
Enviado el 11/11/2015, clasificado en Varios / otros
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XLl
Yo era un mozalbete
forzudo y bien fornido
por el pueblo querido,
admirado por su gente
que nada deja en olvido,
pero que queda latente.
Crecía en todos los aspectos
que un hombre podía crecer,
tenía buen amanecer,
aprovechaba su luz
para alimentar mi ser
y ser buen andaluz.
Yo no tenía maestro
y menos aún instructor,
era un fiel agricultor
amante de su trabajo,
era ya un gran labrador
de profundo y largo tajo.
Mi padre confiaba en mí
porque su labor relucía,
sus enseñanzas aprendía
y la tierra me formaba,
sus consejos asentía
y feliz me encontraba.
Era incansable peón,
trabajador obediente,
persona polivalente
a la orden del “señorito”,
tenía una buena fuente
y un fuerte currito.
Me dio su confianza
y el confiaba en mí,
yo siempre lo obedecí
y nada me reprochó;
al pudiente conocí,
pero el bien me controló.
Fui marioneta en sus manos.
Obediente, callado,
sumiso y conformado,
era un joven incansable
con un don afortunado
y un aire domable.
Cuidaba de la huerta
y sus tierras labré,
sus altas rentas cobré
para orgullo de mi padre,
más gozosa encontré
a mi sonriente madre.
Era un joven activo
que con todo aquello podía,
satisfacción sentía
al acabar la jornada,
pues siempre presumía
de mi fuerza rasgada.
Era tanta mi actividad
que cada noche soñaba
y esperando quedaba
la zafra con su embrujo,
paciente en ella pensaba
y en su vital rebujo.
Cada año por primavera
la vital zafra se asoma,
con su tolerante aroma
y su paso mareante,
a un pueblo que retoma
lo mundano y lo pensante.
Son días de sacrificio,
de un trabajo constante,
de mirar hacia adelante
alcanzando un mañana
con un aire tolerante
que de nada emana.
Todo el pueblo se enfunda
su nítido camisón
con rasgos de almidón
y cuello de talle largo;
se aviva su corazón
en momento amargo.
Con multitud de aromas
sus callejas se decoran
y sus fragancias afloran,
se ornamentan de colores
con pisadas que afloran
sus olvidados amores.
El pueblo es diferente.
Cambia de actitud,
se llena de juventud
y de buenos braceros;
se palpa inquietud
entre todos los arrieros.
Entre luces, entre sombras,
la vida vagabundea,
en su espejo se recrea
una zafra emergente
que sumisa se pasea
por su tierra candente.
Es la caña de azúcar
un suspiro, una espera,
una sutil primavera
de alegría y esperanza,
una dulce compañera
de elegante andanza.
Era culto de deseo
la zafra primaveral,
era cuestión general
de un pueblo hambriento
que aprecia al personal
según fuese el momento.
La zafra era diferente.
Mataba la monotonía
de un pueblo que sufría
y callaba la escasez
que la nación padecía
con una gran madurez.
A la villa forasteros
exultados arribaban,
en la zafra trabajaban
y absorbían sus aromas,
a ella se maniataban
con sus fuertes maromas.
Venían a ganar “perras”,
acudían por su sustento,
para tomar alimento
y el hambre desterrar,
era codicioso evento
para su escasez calmar.
De sol a sol trabajaban
mirando siempre al mañana,
con actitud cotidiana
cumplían con su menester
y fluía una fontana
de su indeleble ser.
Era un agua cristalina
que limpiaba la indolencia
y suplía la carencia
de manera fulgurante,
arribaba la paciencia
y nadie era errante.
Eran hombres de raza,
o al menos lo perecían,
al tajo siempre acudían
prestos y con devoción,
ellos bien claro lo tenían
y actuaban con pasión.
La faena era dura,
para gente bien fornida
y sumamente aguerrida,
se trabajaba consciente
para ganarse la vida
quedando algo pendiente.
Con su presencia el pueblo
de multicolor se teñía
y jubiloso de alegría
su actitud cambió,
al mondador recibía
y su corazón abrió.
Yo laboré varios años,
trabajé de cargador,
fui activo estibador
de cualquier camión
en deber del labrador
y actuaba como peón.
Acudía muy contento
al lugar de reunión,
exponía mi razón,
mis ansias de trabajar,
aunque era solo un peón,
hombría quería demostrar.
No quise ser mondador,
ni a monda pertenecer,
por ello pude escoger
estibar en camiones,
su arte quería aprender
y mostrar mis condiciones.
Era una faena dura
para hombres bien fornidos,
fuertes y atrevidos,
hombres sin ningún lamento,
hombres bravíos, decididos,
que no vivían del cuento.
Pero éramos cargadores,
unos simples jornaleros
que buscábamos dineros
a cambio de trabajo;
recorríamos senderos
para arribar al tajo.
Con nuestro esfuerzo
el camión se cargaba,
el hombre siempre estaba
dispuesto para la carga
y la mente nos guiaba
en nuestra lucha amarga.
No quiero dar muchas alas
ni fama a los cargadores,
éramos estibadores
en una zafra bravía
que hasta los mondadores
eran gloria de un día.
Si la monda era su alma,
su brazo ejecutor
era el bravío cortador
que blandía su machete,
parecía un segador
que la siega acometía.
No existiría la zafra
sin unos buenos braceros,
sin unos buenos arrieros
con dóciles acarretos;
eran sanos forasteros
cargados de amuletos.
Porque a la buena suerte
todos ellos perseguían,
hasta el pueblo acudían
en su estrella confiando,
y con tesón acometían
aquel evento callando.
No quise ser cortador
ni machete coger,
ni armas quise tener
para no poder matar,
pero tengo el deber
del peligro afrontar.
¡Que callen todas las armas!
El machete envainemos
y el dolor desterremos,
que el gozo calle al llanto
y la muerte respetemos.
¡Que el hombre avive su canto!
Que el duro cortador
blande su negro acero
y golpee con esmero
las dulces y rectas cañas,
su golpe, siempre certero,
las rapten de sus extrañas.
El aire su dolor calla
y alivia su lamento,
un soplo de sutil viento
lame su abierta herida;
es nuestro sufrimiento
de una inerte vida.
La zafra es un encuentro
que cada año, en primavera,
en su regazo espera
a gente multicolor;
braceros vienen de fuera
con su fuerza y honor.
En la primavera nace,
en la primavera muere,
buen tiempo solo requiere
para acabar la faena,
aunque amor se adquiere,
va aflorando la pena.
Así un año…y otro.
El tiempo va pasando,
la zafra se va asomando
por su ingente ventanal;
de reojo va mirando
a su efímero penal.
“Quien trabaje en la zafra
es un hombre de verdad
y no importa la edad”,
dice una voz popular,
más solo con voluntad
no se puede trabajar.
Había que estar bien fornido,
de sólida fortaleza,
saber usar la cabeza
y trabajar con oficio;
se aparcaba la torpeza,
se teñía de sacrificio.
Yo me consideraba hombre,
joven, pero vigoroso,
callado, pero impetuoso,
trabajador incansable,
hablador y amistoso,
era hombre razonable.
Preferir trabajar duro
y no ser un mondador
ni un simple aguador,
quise estar en el frente,
donde la acción da calor
y es orgullo de gente.
Nunca huir del trabajo
ni su dureza lloré,
el mal tiempo capeé
con esfuerzo y tesón,
gran enseñanza saqué
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