FIFÍ
Fifí llevaba más de dos años en el oficio. En ese tiempo, aprendió a marcar cuidadosamente su territorio para hacer frente a una competencia cada vez más agresiva. Aprendió también a afinar su olfato, y al husmear ahora entre las mesas de madera de aquel carísimo restaurante habanero, lo hacía con toda la seguridad de quien conoce a fondo los secretos de su profesión.
Naturalmente, su destreza no pasaba desapercibida en modo alguno. Tanto los comensales como el personal que laboraba en el restaurante habían fijado en ella su atención, y a diario, como una atracción más, y para el deleite de la clientela, una y otra vez era puesta a prueba.
-¡Fifí, ven aquí! –se oyó la voz estridente de una mulata con ropajes de puta, que esgrimía en su mano derecha un hueso de pollo.
Fifí miró el hueso, movió ligeramente su hocico, y respondió a la llamada con ladridos de soberbia, al tiempo que mostraba los dientes en una actitud de desafío.
-¡Fifí, vení, tomá! ¡Esto es para vos! –era ahora la voz con acento rioplatense del señor mayor que acompañaba a la mulata ramera.
Ella pareció percibir en el aire el olor a colonia cara, y sin advertir siquiera qué le ofrecerían como premio, caminó hacia allí presurosa, moviendo la cola, y contoneándose con toda la gracia que le era posible destilar de su achatada anatomía de perra callejera.
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