GRITAR.

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Gritar. Eso era lo que necesitaba ella. Necesitaba apartarse de la muchedumbre de los inconscientes y alzar la voz con un sonido inentendible hasta la garganta ardiera. Necesitaba olvidarse de los problemas que la consumían poco a poco entre aquellas cuatro paredes que sólo hacían escuchar, sin resolver nada. Le era necesario, en ocasiones, escuchar aquella voz propia y coherente que le diera ánimos, que la ayudara a seguir, que recordara lo bien que hacía algunas cosas a veces y nunca la dejara olvidarse de lo mal que hacía otras. Debía aprender por sí misma, que el corazón debía forrarse con una gruesa capa de acero, que debía, también, dejar de esperar ayuda de otros y aprender a resolver su existencia paso a paso y día tras día completamente sola. Estaba necesitada de bienestar. Se encontraba envuelta en una carencia indestructible de personas que compartieran sus gustos y opiniones, o  al menos, si no era así, que discutiera con buenos argumentos sobre la mesa y defendiera sus ideales. Ella necesitaba sentirse viva, sentirse más. Necesitaba correr por muchas horas sin nadie alrededor con quien chocar o pudiera pararla en su galope.

Por desgracia, su mundo estaba lleno de personas colocadas estratégicamente delante para no dejarla avanzar a paso ligero; estaba minado de individuos que se sentaban a su lado sin argumentos para sus ideales ni defensas válidas para sus pensamientos. Su voz interna, aquella que a veces necesitaba oír, se apagaba paulatinamente  y ella entristecida se percataba. Entendió, al fin y con el paso de los años, que nadie elige la textura de su alma y su corazón como quien compra un espléndido sofá para su nuevo salón, cada cual traía su composición de fábrica y el suyo, aquel corazón que le bombeaba en el interior, era de un material blando y flexible. También supo aceptar al fin, que aquello nunca cambiaría.

Y no todo en su revuelta vida estaba mal, por suerte, cerca de las cuatro paredes que la envolvían, había un gran descampado donde gritar salvaje y desgarradoramente hasta que las cuerdas vocales no dieran para más. Así que en cuanto tuvo permiso para salir, corrió despavorida  a ese galope rápido que tanto le gustaba y se plantó en la opacidad de la noche con las manos apoyadas en las rodillas y el aliento chocando contra la nada arrítmicamente. Calmó un poco la respiración agitada y cuando fue a gritar enérgicamente, ya era demasiado tarde; se había quedado sin voz.


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