Con rabia dejé caer la copa sobre la pequeña mesa del restaurante, saltaron dos pequeñas gotas ambarinas; saqué un billete que sobraba para pagar el trago y abandoné el local con decisión.
Las 3 A.M. , mis sentidos estaban embotados no sólo por el trago, sino también por la ira. ¡Maldita sea! ¿Por qué ese día tenía que salirme todo mal? No me interesó la peligrosidad del barrio, es más, me interné por un oscuro callejón para acortar camino hasta el cuarto que alquilaba.
¿Perder el trabajo tan agradable como es atender a bellas mujeres que buscaban trajes caros, únicamente porque “metí las patas” al tratar demasiado amable a la bella señorita y que ésta me correspondiera? ¡No, no, era como mucho! ¿Cómo iba a saber que era casada y que el vejestorio que esperaba era su marido? El viejo me insultó en presencia del jefe de la tienda y … yo le contesté que pensaba que era el padre de la joven; picado le agregué “Más bien creí que usted era el abuelo”.
Las cosas no salen malas solitas, ¡No, no señor, tienen que venir acompañadas de otras peores! Justo, pero justito llegó Ana Elena, mi novia, qué sé yo a qué iba a verme. Ganas me dan de lanzar palabrotas cuando recuerdo la feroz palmada que azotó mi rostro; no escuchó explicación alguna, creo que alcanzó a oír a mi jefe “¡Váyase, mañana venga a buscar la liquidación de despido!”
El lóbrego callejón se veía vacío, mis pasos fuertes llenos de rabia me adentraron donde apenas se distinguían las siluetas. Una sombra salió no sé de dónde y una risa que me pareció burlona me detuvo.
– ¿Quién diablos eres infeliz para reírte de mí?
Nueva risa, pero esta vez sentí que se me erizaban todos mis pelos y un escalofrío recorría mi cuerpo. Era una risa satánica …, tal vez de algún loco. Me puse en guardia y maldije mi ligereza en meterme en esa calle.
– ¿Quién … diablos es usted? –Todo lo valiente se me había esfumado.
La respuesta del desconocido que me superaba como en veinte centímetros mi estatura, me dejó helado.
– Precisamente soy yo … ¡Uuaaajajajajáaa!
– ¿Qué broma es esta? –Mi voz temblaba al mirar sus brillantes ojos– ¡Por favor, señor Diablo, déjeme tranquilo! Mire, le voy a entregar todo lo de valor que tengo …
Nueva y horrorosa carcajada; lancé todas mis pertenencias de valor: reloj, celular, billetera … hasta una gargantilla de plata con un santito que ni me acuerdo cuál era. Emprendí la huida hasta salir del infernal callejón.
Los dos policías uniformados me asieron fuertemente de mis brazos.
–Ya, ya, jovencito ¡Deje de gritar como si hubiera visto al Diablo! –Extrañado los miré.
– ¿Cómo … saben?
Una mirada entre ambos; el que parecía ser el jefe me soltó y se llevó la mano a uno de sus ojos con una breve cachetada.
– ¡Otro idiota que cayó con el asaltante que dice ser el Diablo!
Humillado, me alejé de los policías en dirección a mi cueva. ¡Fue el final perfecto para un día en que todo salió mal!
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