Pude notar como el frio metal quemaba la palma de mi mano. Con un firme empujón, logré abrir el portón del templo. En el interior se percibía un ambiente húmedo. Mientras mis ojos se acostumbraban a las penumbras me fui aproximando sigilosamente al centro de la sala, temiendo mis propios pasos. Cuando ya obtuve una visión más precisa pude observar como en cada rincón permanecían varias estatuas, estatuas que parecían estar dormidas, recubiertas de polvo y abandonadas en el olvido. Tres de ellas se encontraban cubiertas por sabanas, encubriendo sus rostros celestiales. Seguí adentrándome en el templo y finalmente llegué al altar. Tal y como esperaba se encontraba recubierto de polvo y suciedad. Al alzar mí vista al techo quedé atónito, el techo permanecía repleto de murciélagos, había miles. Oí un extraño ruido, e inevitablemente mi mirada se dirigió hacia su lugar de su origen. Vi algo que me heló la sangre, las estatuas que anteriormente quedaban cubiertas por aquel manto, ahora se encontraban al descubierto. Mi primera reacción fue soltar un escandaloso grito. Una oleada de murciélagos salieron volando disparados contra las vidrieras. Los cristales empezaron a caer del techo, muchos murciélagos caían tras ellos, desangrados o heridos. Bajé rápidamente del altar y me protegí bajo los banquillos. Cerré los ojos hasta que cesó aquel alboroto, al abrirlos sucedió algo inesperado, algo que me dejó estupefacto, sin respiración. Las estatuas se paseaban de un extremo al otro de la sala, todas ellas lucían una sotana negra con capucha. Una de ellas empezó a acercarse a mí. Empecé a escurrirme bajo los bancos para que no pudiera verme, pero no logré mi propósito, en un instante la tenía cara a cara. Para mi sorpresa era una bella mujer de rostro terso y cabello oscuro, tenía los ojos completamente blancos aunque eso no suponía que no fuera hermosa. Su mano vidriosa acarició mi rostro, estaba congelada. La bella figura empezó a derramar lágrimas. Su rostro empezó a volverse pálido, su mano me apretaba firmemente y de repente, aquella visión celestial que había vislumbrado durante unos instantes, se convirtió en piedra. Su mano sellaba firmemente mi muñeca y no podía huir, las otras figuras se empezaron a acercar sonriendo. Había sido una trampa.
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