El gentío se desplazaba por la Alameda, cada uno iba demasiado ocupado con sus problemas como para siquiera mirar a los otros. En las gradas de la iglesia estaba un viejo pordiosero con su rostro arrugado, lleno de años y sufrimientos. Junto a él un muchachito con andrajosas vestimentas, también implorando la casi inexistente caridad pública.
–Oiga, abuelo, ¡qué grande y bonito es el automóvil que se estacionó allí! –Aparentemente el anciano había visto muchos en su vida, tal vez demasiados, no miró hacia allá.
–Abuelo, mire los gigantes que bajaron del carro... son tan altos y ... bien vestidos. ¡Qué bueno, pasarán por aquí!
El viejo siguió impávido sin mirar, pasó su mano sobre la cabeza del niño.
–Aprende a ver, pequeño, esos no son gigantes, son enanos.
–Pero abuelo ..., ¡Son tan grandes!
–Hijo, cuando los veas de cerca, te darás cuenta que son enanos.
Embelesado, siguió con sus ojos a los hombres regiamente vestidos. Con sus cortas piernas corrió hacia ellos, extendiendo su mano en mudo ruego por unas monedas. Los elegantes lo hicieron a un lado y siguieron su camino, charlando y riendo.
El pequeño regresó junto a su viejo, quedó meditabundo y de pronto se volvió.
–¡ Ya entiendo, abuelo, ya entiendo! Tienes razón, ¡Son enanos con aspecto de gigantes!
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