Llega a la puerta de su casa con todo el cansancio acumulado en el trabajo, dispuesto a darse una ducha, cenar e irse pronto a la cama (en el trayecto de regreso sólo piensa en esa cita confortable con el descanso y mira con asco el traqueteo de un mundo que, sinceramente, le importa muy poco en esos instantes: coches en colas, bocinas, insultos, quejas, gente que pasea colapsando las aceras, mirando escaparates, entrando a bares, perros abandonados No lo soporta más, necesita llegar). Llega a la puerta de su casa y saca las llaves del bolsillo derecho de su chaqueta, las introduce en la cerradura y, sorprendido, ve que no gira. Lo intenta con ímpetu, apretando cada vez más fuerte su dedo índice y su pulgar, sin conseguir ningún resultado. Así durante media hora, tal vez más. Mientras va creciendo su preocupación busca otras vías de entrada. Ya está, la ventana. Corre hasta ella e intenta abrirla pero está sellada por el marco. ¿Qué está pasando? Le urge entrar, necesita entrar. Se dirige a casa del vecino que a estas horas deberá estar acostando ya a sus hijos. Toca el timbre pero no oye nada, ni siquiera unos pasos camuflados al otro lado de la puerta, al menos una tos indiscreta; tampoco hay ninguna luz que indique presencia. Ahora la preocupación se convierte en pánico. Y corre por las aceras y por las calles y no ve ninguna puerta abierta, ninguna luz tras las ventanas, ninguna casa ocupada, no hay nadie que le deje entrar a situarse bajo un techo, fuera de ese demente y desierto mundo. Está perdido, terriblemente perdido en ese inmenso exterior Cree volverse loco al saberse encerrado afuera.
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