Estoy de cuclillas en la esquina del garaje, agazapado. Oigo chisporrotear los tallos verdes, como estalla la savia al contacto con el fuego. El humo ha ido entrando en el transcurso de la última media hora y ese olor a quemado me ha provocado náuseas. No sé dónde está mi madre; lo peor de todo es que dejé de pensar en ella durante quince minutos concentrándome en encontrar un sitio donde protegerme. Puedo decir que ahora sí la echo de menos, que me gustaría que estuviese aquí a mi lado diciéndome que esté tranquilo, que no pasará nada, así, como cuando de pequeño solía matar a los fantasmas de mi cuarto. Pero el caso es que sólo oigo fuego, sólo respiro humo y sólo veo cenizas y llamas. No, no es ella quien entra, no es nadie, es este calor infernal el que me hace verla. Y me duermo. Profundamente, me duermo con mi cabeza en su regazo mientras ella me acaricia el pelo...
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