ME gusta vivir solo, pero uno de mis amigos, que había adoptado un gato recientemente, contaba historias divertidísimas sobre las ocurrencias de su mascota, hasta tal punto, que me convenció para hacer lo mismo.
Yo pensaba que el gato se adaptaría a mi estilo de vida sin más y que no me cambiaría nada de mis rutinas, ¡qué equivocado estaba!
Con esa idea en la cabeza empezamos nuestra relación. Enseguida nos hicimos amigos y el gatito me seguía allá donde fuese.
Las únicas precauciones que adopté fueron de lo más básicas: arrastrar los pies para no pisarle, ¡qué manía esa de correr entre mis piernas mientras voy andando!, dejar la puerta de la cocina siempre cerrada y la tapa del váter bajada, ya que todavía era pequeño y corría que se las pelaba, pero no saltaba mucho y utilizaba el váter para llegar al lavabo e intentar robarme el estuche de las lentillas cuando me las estaba poniendo o quitando.
Aquella noche llegué a casa hecho polvo, ¡vaya día! Primero encendí la chimenea; estábamos en abril, no hacía tanto frío como para conectar la calefacción, pero el fuego del hogar lograba dar un ambiente muy confortable.
Con Pole cruzándose en mi camino, metiéndose bajo mis pies y maullando para pedirme su ración de carne diaria, me di cuenta de que había olvidado pasar por el supermercado. ¡No tenía nada para cenar! Solo me quedaba una lata de atún; pues tendría que bastar con eso.
Primero preparé su cena, que devoró en un instante. Después la mía: vacié la lata en un plato y, sin calentar ni nada, lo llevé a la sala, donde coloqué una mesita delante de la tele para poder zampar tranquilamente.
«Cochino, lávate las manos», pensé.
Me fui al baño, y ya que estaba allí levanté la tapa del váter y me puse a orinar. Entonces escuché un sonido que, al principio, no supe identificar: «cotocloc, cotocloc, cotocloc...» y luego nada. Entre mis piernas vi pasar al gato volando. Aterrizó de lleno en el fondo de la taza, mientras yo, incapaz de detener mi evacuación, le meaba encima.
El gato se asustó y, de un salto, salió de la taza. Intenté atraparle, pero fue imposible. Corrió por todo el pasillo hasta entrar en la sala de estar.
Recriminándome por mi torpeza de dejar la puerta del baño abierta, fui siguiendo el rastro de pis y entré en la sala. Pole estaba de pie encima de la mesita, comiéndose mi cena.
—¡Pole, no! ¡Fuera de ahí! —grité, acercándome hacia él.
¡Error! No hay nada peor que gritarle a un gato; se asustó y huyó por el sofá, manchándolo de pis. Corrí detrás pero, desafortunadamente, le había acostumbrado a un juego en que yo le perseguía y él se escapaba: imposible alcanzarle. Tras hacerme un quiebro que sería la envidia de cualquier ninja, Pole termino en pie sobre la repisa del hogar, mirándome con cara de buen chico.
—¡Nooo! ¡Fuera de ahí! ¡Que te vas a quemar!
De un salto fue a refugiarse entre las cortinas, pero no por mi grito, sino porque se le había prendido la cola. Jamás pensé que el pelo de un gato pudiese arder así. Parecía estar hecho de gasolina.
Las cortinas estaban ardiendo. Pole salió corriendo con el fuego avanzando por su cola.
Lo primero en que pensé fue en avisar a los bomberos, después en intentar apagar las cortinas, pero lo que me salió del alma fue correr tras él para intentar que no se quemase más.
¿He comentado alguna vez que tengo una colección de libros de fantasía y ciencia ficción espectacular? Están repartidos en estanterías por toda la casa. Bien, pues ya no hace falta que lo cuente. Habría que cambiar el «tengo» por «tenía» y el «están» por «estaban» y a lo mejor empezamos a entendernos.
Para cuando conseguí alcanzar a Pole y echarle encima una toalla, que cogí del tendedero según pasaba, ya ardían las cortinas, las estanterías, las dos camas, la mesa de madera de la sala... Por cierto, no sé cómo, pero el fuego del hogar se había apagado.
Salí a la calle a toda prisa, y solo entonces descubrí que mi teléfono móvil estaba dentro de la casa y no pude avisar a los bomberos. Pero ya ardía el tejado y las llamas salían por la puerta y las ventanas.
Vivo en una urbanización bastante chula; cada casita rodeada de setos de arizónica y con innumerables enebros esparcidos por todas partes, ya que es el árbol autóctono. Seguro que la gente conoce a los enebros por el pacharán, pero lo que no saben es lo fácil que prenden, y cómo, en su infinita bondad, comparten su calor con las arizónicas colindantes, sobre todo si, como esa noche, el viento no quería perderse la fiesta de Pole y había acudido a jugar con nosotros. Bueno..., pues como antes, cambiemos los tiempos verbales: «vivo/vivía», etc. Más que nada para atenernos a la realidad.
Los vecinos de estas urbanizaciones, sabiamente, utilizan los mismos setos para separar unas parcelas de otras, y con la manía esa de estructurar las calles para que parezcan una tableta de chocolate, pues enseguida se extendieron las llamas por toda la urbanización. Como era de noche, la vista de los setos ardiendo debía ser impresionante y, aunque se había apagado la chimenea ya no lo echaba en falta; nada de frío, oye.
¿He dicho que mi urbanización está situada en medio del monte? La escogí porque me encanta la naturaleza y la tranquilidad; todo rodeado de árboles, matorrales... Sí, hay que reconocer que, antes del asunto del gato meado, la zona era muy bonita.
Mientras abrazaba y daba besitos en la cabeza a mi gato, pensaba: «cerrar puerta del baño; no dejar la comida sola; utilizar pantalla salvachispas cuando encienda el fuego; no poner esa mierda de cortinas...»
Entonces me di cuenta de que, ahora, tanto el gato como mis labios olían a pis, así que dejé de pensar en las medidas que adoptaría cuando tuviese una nueva casa, en una nueva urbanización, en un nuevo monte... a lo mejor... después de salir de la cárcel.
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