De la eternidad y otras piedras

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Con lentos movimientos moldeaba la piedra. Iba sacando trocitos de aquí, trocitos de allá, con ese ritmo monótono que hacía de banda sonora a su trabajo. Quería conseguir un beso, un instante eterno plasmado en la roca de mármol. Y trabajó día y noche, cincel y martillo en mano.

Cuando ya iba cogiendo forma aminoró la marcha, que se hizo más lenta aún. La trató como si fuese barro, arcilla. Las figuras aparecieron para dar paso a la inmortalidad.

Hace más de cien años de esto, o más de mil, ¿quién sabe? Hoy ese beso perfecto, ese instante eterno reposa en forma de estatua en uno de los cientos de parques de este país. El nombre del autor está borroso. Las caras de los amantes están cegadas por las pinturas del desdén y del desagradecimiento. Pero bajo esa capa de olvido que han querido colgarle encima, ellos permanecen, impasibles, convirtiendo ese mísero momento en un siempre mayúsculo.


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