Aquel petimetre sólo me hablaba de los edificios. Subió al taxi unas cinco calles atrás y, con el tráfico, llevábamos casi media hora juntos. Por poco, en una de sus consideraciones arquitectónicas, choco con un bolardo de esos que pone el Ayuntamiento para que los coches no aparquen. Los jueves solían tener esas cosas: a la gente le daba por hablar de manera desaforada, algo que a mí, en particular, me ponía muy nervioso. Esperando en un semáforo en rojo estábamos cuando pasó lo del atropello. La señora (anciana ya) bajó de la acera con su temple, arrastró sus piernas unos cincuenta centímetros más allá de la acera y ya, en medio de la calle, una furgoneta blanca se la llevó por delante. Justo delante de nuestros ojos. Recuerdo perfectamente el momento: el ruido y el olor de los frenos justo antes del sonido seco del impacto, la preocupación y posterior avalancha de personal viandante en ayuda de la mujer, cómo el petimetre y yo salimos del taxi a la vez sin preocuparnos si el semáforo ya había tornado en verde ni si la corta lluvia que empezaba a caer a media mañana llegaría a calarnos. No hubo nada que hacer para reanimarla, ni en ese momento ni luego, cuando llegó la ambulancia y la esquina se convirtió en una maremoto de policías y enfermeros y prensa y testigos y curiosos. Lo sé porque aparqué bien el taxi y me quedé alrededor del perímetro marcado por la policía como uno más, hablando de manera desaforada con alguien que debía ser el quiosquero, sin pensar en que el petimetre se había esfumado sin pagarme la carrera y sin preocuparme por la lluvia que era cada vez más fuerte. Supongo que los jueves suelen tener estas cosas.
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