La patrullera daba tumbos por la calle de tierra, envuelta en una polvareda; la gente del lugar, expectante, reconoció a Lobo. Los subalternos, una bandada de loros, risas y bromas.
Con sus jóvenes 24 años, el Detective Lobo ya dirigía un grupo de policías; su actuar responsable, lleno de criterio y buen tino ganó el mando. Sus colegas reían de su voz profunda que, según las muchachas, aumentaba su atractivo; se escondía detrás de un ceño fruncido y escasamente, cuando había que reír, lo hacía con risa fuerte y franca.
El problema que estaba investigando con sus compañeros lo traía de peor carácter: una cantidad enorme de pobres pobladores había cometido estafas de muy poco monto al Hospital de la comuna, pero la suma total era muy seria, por lo cual la Comisaría estaba repleta de detenidos.
–Pero, Lobo ¿Qué te pasa que tienes cara de perro? –Risotadas ante el imperturbable Lobo que, molesto, movió desaprobadoramente la cabeza.
–No me agrada esta investigación, no le veo ninguna gloria. Sólo pobres muy necesitados y … ¡ Diablos, haberse metido en este lío!
El carro policial, empolvado hasta los vidrios, se detuvo frente a un sitio cercado de alambres. Una choza al fondo era la única vivienda visible; una joven mujer en avanzado estado de embarazo restregaba ropa en una artesa; tres niños, descalzos, vestidos sólo con una camiseta; nalgas y pequeños genitales al aire correteaban alegremente.
La mujer se dio cuenta de la llegada de la policía, pero continuó fregando y escobillando. Lobo entró, seguido por uno de sus colegas más gracioso, ahora con careta de policía y comportándose como tal.
–¿ La señora Rosa Pérez? –La voz del duro Detective sonó como un disparo, el silencio le respondió. Los infantes asustados corrieron a refugiarse cogiendo la falda de su madre, como polluelos bajo sus plumas; ella siguió aparentemente inmutable en su trabajo.
–¡Señora, ¿Conoce usted a Rosa Pérez?! –Nuevamente tronó la pregunta.
La mujer continuó laborando y Lobo se acercó como ave rapaz; estaba acostumbrado a cazar a sus presas sin misericordia, pero sus seguros pasos hacia su víctima fueron haciéndose cada vez más lentos. Vio que por el rostro de la joven madre corrían las lágrimas; ella era su trofeo, también había cometido la pequeña ratería junto con su marido, quien ya estaba detenido en el Cuartel.
Lobo nunca había cedido ante llantos ni ruegos; su formación moral y ética lo hacían un Detective duro, temido por los bandidos e incluso por los honrados pobladores.
No comprendía qué le estaba pasando; estaba listo para atrapar su pieza de caza, aprestando sus garras, pero ese algo le impedía continuar. La veía lejana, rodeada de un cerco imposible de salvar; los pequeños se aferraban a su regazo y lo miraban con terror y ojos llorosos.
Una mano invisible apretaba la garganta del joven policía, le costaba respirar; luchaba con todas sus fuerzas por sobreponerse y continuar su faena. Logró dar un paso más hacia su víctima; ella continuaba refregando y llorando en silencio; los nenes sujetaban aterrorizados el vestido de mamá.
Lobo, el perro, el duro, el Detective sin piedad, sentía que su presa se le escapaba, pero … ¿Cómo? ¿Acaso los bracitos de los niños eran más fuertes que una cadena o que un acerado muro?
Entendió que por primera vez estaba cayendo derrotado, no tenía fuerzas para continuar la batalla que en su interior se había desatado como una tormenta. Se rascó la cabeza, hizo una mueca con su boca, buscó algo en el suelo y como no lo encontrara, alzándose bramó, como salvaguardando su fama.
–¡¡Qué!!... Entonces ¿No vive aquí Rosa Pérez?
Dio media vuelta y alcanzó a ver la mirada interrogante de su subalterno, quien rápidamente franqueó su salida, haciéndose a un lado. Atrás quedó una sufrida madre, lavando ropa ajena, ahora con el agua salobre del dolor y de la miseria que rodaba por sus mejillas. Enmudecidos policías con pasos rápidos se dirigieron a la patrullera, donde sus colegas miraron con gravedad la tremenda lucha que hubo en el corazón de ese joven hombre; aprendieron una lección que la vida les dio y que nunca olvidarían.
Ya no había chistes ni risas, sólo el ronronear del motor que se dispuso a dejar un barrio miserable, con el drama de la pobreza y del hambre; así lo vivieron Lobo, el implacable, y sus silentes colegas.
Nuevos tumbos en medio de la polvareda, la patrullera se alejó con hombres endurecidos que habían ganado la experiencia más rica: solidarios ante una ley inflexible que se atrevieron a quebrantar, porque tenían un corazón grande y generoso.
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