Instinto primario
¡Cómo me duele el brazo! Espero que ese cabrón no me haya contagiado nada. ¿Se puede transmitir el sida a través de un mordisco? ¡Joder! Encima tendré que aguantar las recriminaciones de Andrés. No me dirá nada, por supuesto, pero no podré mirarlo a los ojos en mucho tiempo. «Ya te lo advertí». «Te lo dije». Y si hay que ser honesta, en verdad no han sido pocas las veces que me ha pedido que no saliera a hacer footing con la de casos de violencia extrema que tienen en comisaría. Creen que se deben a la droga caníbal, y realmente ese cabrón parecía que me iba a devorar; aún puedo ver sus ojos enrojecidos y desorbitados, y ese aliento pútrido… ¡Puaj! Es recordarlo y darme arcadas. Menos mal que me apunté a clases de defensa personal; la pierna le crujió cuando me lo quité de encima, pero ya debía ir bien colocado pues fueron muchos los metros que me persiguió arrastrándose por el camino de grava.
El dolor se me transmite ya por todo el brazo; necesito ayuda urgente. Perdí el móvil durante el ataque y estoy totalmente desorientada. ¡Por Dios! ¿Cómo salgo de este parque? Debo estar dando vueltas y si no me ando con ojo puedo encontrarme de nuevo con ese cabrón. ¡Dios! Empiezo a tener mucho frío. Siento los ojos calenturientos y no paro de sudar; las piernas me pesan. Está claro, ese tipo me ha tenido que pegar la gripe, y de una cepa realmente fuerte porque me siento mal por moment…
¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? Sigo en el parque; debo haberme desmayado. Hambre. Estoy hambrienta. ¿Por qué tengo estas ganas tan urgentes de comer? ¿Tanto tiempo he estado desmayada? Al menos el brazo ya no me duele, aunque debería decir que no lo siento en absoluto. Como si lo tuviera dormido. ¡Joder! Y con el resto del cuerpo me ocurre igual; hasta tengo la extraña sensación de no respirar. Pero eso es imposible porque estoy… viva. ¿No? ¡Pues claro que estoy viva! Qué tontería. Si no hallo latido alguno se debe a lo enferma que estoy. Debo encontrar a Andrés; él sabrá qué hacer. Venga, Sara. ¡En pie! ¡¡Vamos!! ¡Así! Olvídate de los brazos; deja que cuelguen lacios a lo largo del cuerpo y concéntrate en mover los pies, uno tras otro. Arrástralos como una yonki si es necesario, pero salgamos de aquí. Ruido. Algo suena a mi derecha; al menos el oído parece que funciona como debe. Ruido. Síguelo. Comida. Me siento atraída por el gemido lastimero de lo que parece un perro y las ganas de comer se hacen más apremiantes; no entiendo lo que me pasa. Mis ojos, a diferencia del oído, sí fallan, como si los tuviera muy secos, pero al fin logro llegar al origen del llanto. Un perro, efectivamente. Carne. Sangre. Comida. Voy hacia él. Hambre. Carne. Come. Me mira asustado. Tiembla, gruñe y lloriquea. Está herido y yo levanto la mano hacia él, impulsada por un hambre atroz que no sé de dónde sale. Agarra. Devora. Carne. Come. Comeeeeeeee… ¡Muerde mi mano extendida… y no siento nada! ¡¡Nada!! ¡¡¡Dios mío!!! ¡¿Pero qué me ocurre?! Me abalanzo sobre la vida que se debate bajo mi cuerpo sin importarme las dentelladas que mutila el que era mi orgullo y mi pasión, modelado por horas de sacrificado ejercicio, y sacio esta ansia demoníaca con carne, sangre y piel, muriendo el animal tras un último bocado con el que me arranca un par de dedos. Mi cerebro, aún lúcido, se horroriza ante este ser insensible de apetito inhumano en que me he convertido, y lo peor es que el hambre no remite; que la carne que trago no me llena, y abandono los restos de mi víctima tras un nuevo sonido que me promete carne fresca. Ruido. Síguelo. Comida. Sirenas.
El estridente ulular me lleva hasta las afueras del parque donde la escena es dantesca. Las luces azules de los patrulla iluminan los ancestrales muros de San Lázaro y el cielo nocturno de la ciudad se tiñe de rojo al resplandor de los fuegos lejanos. La policía levanta una barrera de coches, hombres y armas ante una amenaza que la lejanía no me permite distinguir y me acerco a los agentes por su espalda para… Carne. Desgarra. Come. ¡Pedirles ayuda! ¡¡Eso es lo que quiero hacer, maldito cuerpo del demonio!! Los civiles que buscan protección tras el parapeto huyen despavoridos ante mi monstruoso aspecto y varios agentes se giran hacia mí, reconociendo la silueta de Andrés a pesar de mi vista degradada. «¡Andrés. Soy yo, Sara, tu esposa! ¿No me reconoces, cariño?», llamo con desesperación, pero nada he dicho en voz alta; no soy capaz de articular una palabra y de mi garganta sólo surge un resuello inhumano. «Por Dios, Sara. Quédate donde estás», me dice con lágrimas en los ojos y yo sigo avanzando esclava del instinto primario que mueve mi cuerpo ultrajado. Carne. Allí. Muerde. Devora. Mi marido y sus compañeros levantan las armas contra mí. ¿Por qué me apuntan? ¿Se habrán vuelto locos como el resto de toda esta jodida ciudad? Sólo estoy enferma, muy enfeeermmmMMMmmmuerde… Carne. Hambre. Desgarra. Devoraaaaaa…
–¡Dispara Andrés! Esa cosa ya no es Sara.
¡¡Bumpa!! ¡¡Bumpa – Bumpa – Bumpa!!
B.A., 2.015
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