Centró la vista en la montaña cortada que caía a su izquierda; movió la cabeza y allí abajo asomaba el mar, encajado en la visión de las montañas que bajaban a saludarlo diariamente. Respiró con fuerza y asomó tímidamente una sonrisa que se afianzó cuando desde el pecho sintió el cosquilleo y la sensación agradable de calor.
Estiró la pierna y comenzó el camino, primero torpemente, las piernas no respondían muy bien al principio; como siempre los primeros metros eran envarados e inestables. Necesitaba de varios minutos para que los músculos se calentasen y respondieran.
A medida que avanzaba por la carretera, iba descubriendo pequeños retazos del paisaje montañoso y agreste que envolvían el camino... a la derecha, las heridas del tiempo que ha dejado en la montaña, los recovecos marcados por el paso del agua y las marcas lisas de las máquinas al modelar el camino que estaba recorriendo... más abajo, el aleteo nervioso del mosquitero; el herrerillo cantando a su hembra, mientras los lagartos buscaban refugio entre las piedras al sentir el aleteo del cernícalo cercano.
Contorneando la abrupta costa se abre el paisaje marino, desvelando una amplia bahía en calma, a la izquierda jalonada de antiguas montañas horadadas y vencidas poco a poco por el mar.
Ya en el último tramo se descubre abajo una playa estrecha y un poco larga, con unas pocas personas caminando y unas tantas tumbadas en sus toallas.
El ambiente que sintió al acercarse era de sosiego, de fusión con la naturaleza, donde todo ocurre a su tiempo, despacio a veces, otras inmediato... las personas se movían a ese ritmo, se mostraban como la naturaleza quiere que la veamos, sin artificios ni añadidos, con las cicatrices del tiempo y relumbrando belleza en cada rincón.
- Éste es mi lugar, aquí sí que podré sentirme como quiero: sólo yo - pensó.
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