Esta no era una reunión con nuestros promiscuos amigos. Todo lo contrario, estaban reunidos ahí la liga de la decencia, las damas de la caridad y el club de los enemigos del pecado. Todos tenían en común que se dedicaban a tratar de convencer sobre la vida sexual correcta, primero, debían sentirse mal consigo mismos, segundo de tener un miedo paranoico contra un Dios que al parecer había decretado hace mucho que la actividad sexual solo debería tener como único fin la reproducción y finalmente, arrepentirse de su gozo personal para después, en un ciclo sin fin, hacer lo mismo con otras personas.
El asunto es que yo estaba interesado en hacerme de algunos clientes más para mi negocio de mantenimiento a casas habitación y ahí había de los mejores que se podían encontrar. Solo había que socializar un poco, aguantando claro, toda clase de consejos acerca de la vida casta y santa en el sagrado matrimonio.
La anfitriona, una señora elegante y muy bien conservada llevaba un vestido de estambre muy fino. Se podía adivinar sin embargo una excelente figura y cuando incidentalmente la vi a contra luz de un reflector que había en el jardín, pude ver que usaba ropa interior muy breve que dejaba ver unos muslos largos y torneados. Su hija, o su bebé como ella la llamaba, era una chica de 19 años vestida como si fuera a una escuela de religiosas. Blusa blanca con moño, falda a cuadros debajo de la rodilla y zapatos planos. Como alguien dijo: una pomada contra la lujuria.
Estaba con la señora cuando llegó su acartonada hija: “mamá, tengo que traer los folletos que vas a repartir, pero la caja está pesada y no encuentro quien me ayude a bajarla y traerla”. Sin ninguna otra intención que la de ser amable de inmediato intervine: “¿puedo ayudar en algo?”. “Bueno, si fuera tan amable. Es solo una caja pero creo que si es un poco pesada para mi bebé”. “Por supuesto”, contesté. Subimos los escalones de la espaciosa casa sin decir ninguna palabra. Caminamos por el pasillo en el que había como 10 puertas y al final de ese pasillo, el gran barullo de la reunión se convirtió en un ligero rumor. Ella abrió la puerta, entramos a una especie de estudio y acercó una escalerita de madera muy vieja. “Yo la bajo y por favor me la recibe”. Antes de que pudiera intervenir, ella ya se había subido hasta el tercer escalón y cuando estaba jalando la caja de una repisa, solo se escuchó primero un crujido y después un grito. Ella yacía en el piso afortunadamente alfombrado. No lloró. Parecía que estaba acostumbrada a que no debía expresar el dolor. Pero vi que en verdad se estaba doliendo y se tomaba su muslo derecho. “Me duele mucho. Creo que me fracturé. ¡Hooo Dios!”. Yo me arrodillé y cuando estaba a punto de tocar para tratar de identificar alguna fractura, ella me detuvo en seco con la mirada. Entonces le dije, ¿Quieres que llame un doctor? “Es que creo que estoy sangrando, pero no me atrevo a ver”. ¿Quieres que lo haga yo? “Por favor, suplicó”. Levanté cuidadosamente su falda a cuadros. ¡Eran unas piernas magníficas y una piel blanca como la nieve. Se veía que ni el sol había osado poner sus rayos en esa región virginal. Vi un ligero rasguño enfrente del muslo que casi llegaba a la entrepierna. “Es solo un ligero rasguño”, le dije. Quizá con un poco de agua. Tomé mi pañuelo y lo mojé con agua de una jarra que estaba en la mesa. Empecé a presionar un poco y mis dedos sentían su piel a través de la seda. No pude y no quise evitar ver el principio del triangulo del placer. Se distinguía un monte bastante protuberante con un pubis sin depilar. Sus bragas eran de encaje blanco. Sin darme cuenta, al estar hipnotizado por la magnífica vista, mi improvisada curación se empezó a transformar en caricias con la yema de los dedos a su entrepierna sin el pañuelo que ya se me había caído. Ella detuvo mi mano y nuestras miradas se cruzaron. No dijimos nada. Casi temblando la acercó a su sexo. Yo empecé a palpar muy suavemente. Sentí como su clítoris creció y cobraba un tamaño poco común. Nos besamos larga y profundamente. Se desabrochó su blusa y dejó a un lado su sostén. Sus pechos eran tan magníficos como sus piernas. Saqué mi pene que ella atrapó con la mirada. Abrió los ojos de una manera que delataban que era la primera vez que veía un miembro real. Yo lo acerqué a su boca y ella no sabía que hacer. Presioné un poco sus mejillas y lo fui introduciendo muy suavemente sin dejar de masajear su sexo que ya estaba bastante húmedo. Después de unos segundos, ella empezó a gemir y empezó a chupar como si tuviera una vida haciéndolo y como si esa fuese la última vez. “Soy virgen”, dijo entre dientes, entre gemidos y con mi pene en la boca. ¿Quieres seguir siéndolo? “Mi mamá me mata si no llego virgen al matrimonio”. “Ok, no hay problema”. Aprovechando nuestra posición, la coloqué para un 69. Empezó casi a convulsionarse de placer cuando mi lengua, puesta a modo de vibrador, masajeó so clítoris que se asemejaba a un pequeño pene. Parecía poseída y alcancé a escuchar un gemido que ya hacía mucho tiempo que no escuchaba de mi pareja: “ho dios, ho dios, ho dios, si, si,…mmmmm haaa, ¡qué rico!”. En ese momento vi cuando sus contracciones se acompasaron y después de una pausa en la que parecía que su alma de verdad se iba al cielo, su delicioso jugo fluyó no profusamente, sino de manera suave y uniforme. Su espalda estaba arqueada y por fin, se relajó. En ese preciso momento yo me vine en su boca. Ella se espantó un poco. Después comprendió lo que me estaba pasando y tocó mi semen con más curiosidad que otra cosa. “De modo que es así. ¡No sabe tan mal!” Y lamio todo.
Alcanzamos a oír: “Bebé,,,,bebé”, ¿encontraste los folletos?”. Era su mamá que la buscaba. Rompimos el record de velocidad para incorporarnos, vestirnos y arreglarnos justo antes de que abriera la puerta. ¿Qué pasó aquí? Muy rápido le explicamos el accidente y que solo había tomado un poco de agua para reponerse del susto. “¡Qué barbaridad! Tenemos que llevarte a un médico!”, yo me mordí los labios para no decir, “señora, su hija está más que perfectamente”. De pronto la señora reparó en algo que su bebé tenía embarrado en la blusa: “¿Qué es esto?”. Era parte de mi semen que había caído de mi copiosa venida. La señora lo tomó con un dedo y sintió la textura. Cerró los ojos. Se lo llevó a la boca y lo probó. Yo me iba a desmayar. La señora agregó de manera brusca y seca, “creo que lloraste demasiado, sabe a lágrimas”. Se volteó y me barrió con la mirada, Por un breve instante estoy seguro, se percató de mi erección. “¿Nos puede ayudar?” y salió con su hija de la mano.
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