Amarga Experiencia, Amarga Victoria. (3/3 Final).

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Lunes 08,30 A.M.

Llegué a la lista matinal, di los buenos días a todos y comencé a leer los diarios que habían aumentado en la oficina, pues eran todos los de Concepción y de Santiago. Hablaban del enigma policial y hacían toda clase de conjeturas sobre los detalles del “homicidio de la bella joven”.

Al rato, el cuartel se llenó de periodistas y camarógrafos de la capital, algunos de buena fe, pero otros “chantas” que sólo buscaban noticias sensacionalistas. La pesadilla continuó, el Comisario hizo las declaraciones apoyando nuestro informe; Castro y yo ratificamos los dichos del Jefe, quien nos confesó muy posteriormente que “Se había tirado el filete (Chile=jugado) por nosotros”. Hasta la fecha agradezco su lealtad, que en ese entonces había puesto en duda; el Flaco y yo, durante las entrevistas, permanecimos impertérritos, pero sólo deseábamos que la pesadilla terminara pronto.

Sin embargo, por desgracia la autopsia no pudo hacerse ese día, ignoramos las causas, y debimos soportar otras 24 horas más la frialdad de nuestros colegas y el asedio periodístico.

Martes 09,00 A.M.

La hora de la lista había transcurrido tensa, todos saltamos cuando sonó el teléfono; el Jefe contestó en la extensión de su oficina y salió apresuradamente.

–Llaman del Tribunal, nos esperan en el Instituto Médico Legal de Concepción; se hará la necropsia.

Lacónicas palabras de corte telegráfico, pero suficientes para que se llenara la patrullera con siete de nosotros, incluido el Comisario. Arribamos a las 10.00 horas al Instituto Médico Legal, nos esperaba una eminencia en la materia, el Doctor Behm, profesor de la Universidad de Concepción. Como todo hombre grande y seguro, nos saludó afablemente de mano a cada uno y nos invitó a la morgue donde se efectuaría la disección de la muerta.

Sobre las frías losas del recinto, reposaban durmiendo cadáveres de hombres, mujeres y niños. Nos aproximamos a la pobre mujer de nuestra historia, sucia de tierra. El ayudante del doctor, un señor vestido de blanco que se movía mostrándose experto en su terreno, tomó una manguera y lavó el cuerpo desnudo de la desdichada. El chorro de agua dejó al descubierto largos rasguños.

–Arañazos de perros vagos. –La voz del galeno sonó con profundos ecos que rebotaban en la lúgubre sala. Aun cuando estábamos acostumbrados a presenciar autopsias, nos miramos, sabíamos que otra persona fuera del grupo y que no estuviera acostumbrada, se estremecería de horror.

Durante el macabro trabajo de seccionar a un ser humano, el doctor me interrogaba sobre el Sitio del Suceso; en un pizarrón dibujé la vía férrea, el cadáver y la sangre con restos de músculos en el muro de carga de la estación.

Su conclusión fue: “Muerte por atropellamiento del tren, de acuerdo a los antecedentes aportados por los detectives y conforme a las lesiones encontradas en la occisa. Causa precisa y razonable del deceso: anemia aguda provocada por la herida contusa en parietal derecho. Con oportuno socorro habría sobrevivido”.

Le pedí que examinara las heridas de la garganta, el ayudante hizo cortes longitudinales y transversales:

–Heridas superficiales, producidas por garras de perros, que devoraron el seno y las nalgas del cadáver; probablemente la desnudaron a dentelladas, después de muerta.

Rió cuando le comenté que un individuo había sido puesto a disposición del Tribunal junto con un cuchillo, acusado del homicidio de la mujer, todo como consecuencia del comentario de uno de los ignorantes espectadores.


En el mismo lugar, Castro y yo fuimos efusivamente felicitados, con sincera alegría ( y alivio), por nuestros camaradas. Mi sensibilidad, hizo que me apartara del grupo y con amargura salí solo al pasillo, donde mis pasos sonaban reverberantes.
Una vez afuera, contemplé el sol maravilloso, que alumbraba la vida silvestre de esa gran casa de estudios, la Universidad de Concepción; los árboles cimbreaban por la suave brisa sureña, las flores eran bellas y multicolores, en los prados retozaban los pavos reales y los pequeños ciervos, allá en la laguna artificial los cisnes cuello negro y los patos silvestres se deslizaban por el agua; todos ajenos a los humanos, me mostraron que la vida sigue su curso. La pesadilla había terminado y el Flaco Castro y yo habíamos triunfado contra la gente, la prensa y nuestros propios camaradas, basados en la seguridad que nos dieron nuestros firmes conocimientos.

Sí…, fue una victoria…, una victoria que no olvidaré, pues fue una amarga victoria.


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