El exterminador

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El suave sonido de las olas salpicando las olas resonaba en el ambiente. Un silencio sepulcral se calaba en lo más profundo de los huesos. Resultaba inquietante y aterrador. Descendió del barco y caminó con cuidado por encima de las rocas mojadas que conducían hacía la gruta.

Cuando estuvo frente a ella, observó con disgusto como todo en su interior era oscuro. La negrura de su interior no invitaba a entrar. Sobre todo a él, un hombre de mar, acostumbrado al sol y a la suave brisa del aire libre.

Suspiró con fastidio. Merecía la pena pasar por aquello por lo que había venido a buscar, ¡vaya que si la merecía!

Caminó con prudencia adentrándose en la gruta, alumbrándose con una pequeña lámpara de aceite. Las grietas del las paredes dibujaban unas suaves formas. Entones, la oscuridad terminó como por arte de magia y se encontró en una pequeña sala circular, alumbrada por otra lámpara de aceite sobre una mesa de madera.

Observó toda la estancia con avidez, pero no encontró nada. Todavía no había llegado. Chasqueó la lengua en señal de fastidio: nada le disgustaba más que tener que esperar a alguien.

Se sentó sobre la silla sin saber que otra cosa hacer. A los pocos minutos, se escucharon unas pisadas que provenían desde el exterior de la gruta.

Se levantó de un brinco.

–Llegas tarde –reprochó con mal humor al recién llegado.

Pero el visitante emitió un gruñido en señal de respuesta.

Llegó hasta su altura, donde la luz de la lámpara le iluminó. Vestía su larga túnica marrón tan característica. Y, como siempre, una larga capucha le ocultaba el rostro.

–¿Has traído lo que te pedí? –soltó

El encapuchado afirmó con leves movimientos de la cabeza.

–Por supuesto, capitán. Yo nunca fallo –respondió con una voz de ultratumba.

El capitán ensanchó una sonrisa maligna. Al hacero, su largo bigote se extendió.

–¡Estupendo!, ¡dámelo! –exclamó de forma enérgica mientras extendía una mano nerviosa.

Pero el encapuchado negó con la cabeza.

–Primero, págame –ordenó.

El capitán meneó la cabeza, frustrado.

–Todos los hechiceros sois iguales. Toma –accedió al tiempo que sacaba una bolsita llena de monedas del bolsillo de su chaqueta.

El hechicero sopesó el peso de la bolsa en su mano.

–Espero que esté todo –dijo.

–¡Por supuesto!, ¡enséñame de una vez lo que has traído!

El encapuchado accedió y sacó un pequeño frasco de un bolsillo. Se lo tendió.

El capitán lo agarró con desconfiaza. En el interior , había un líquido azulado.

–¿Qué es? –preguntó confuso.

El hechicero levantó dio un paso hacia él.

–Yo lo llamo, el exterminador. Si consigues que él beba esto. Estará muerto en tan sólo cuestión de minutos.

El capitán sonrió de oreja a oreja, sin dejar de observar el frasco. Soltó una carcajada diabólica y levantó los brazos. Al hacerlo, la luz de la lámpara iluminó el garfio de su mano derecha.

–¡Peter Pan está acabado!

Y su risa resonó por el interior de la gruta.


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