Flama alada, danza dorada

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¡Oh cuan tortuosa cuan horrida fue aquella noche de hace veinticinco años que jamás podré olvidar! Oscuras manos calcinadas reptando desde el rojo naranja de la llamarada para intentar arrastrarla consigo hasta su morada. Mi amada danzando, bailando, al son, compás y vaivén, de la mano, abrazada con la indómita fogata sintiendo el ardiente y erótico tacto de su beso bajo su piel calcinada.

    ¡Cuán loco, cuán desgraciado me siento ahora mismo mientras evoco estas tristes fantasías, pues aun soy capaz de escuchar los cuatro sonoros estruendos, cuatro centelleantes tañidos! Solo cuatro que aún soy capaz de escuchar veinticinco años después, a mil millones de millas de aquel lugar y una vida entera después.

    Aquel día experimenté tortura dorada llameante de luz extrasolar cuyas veinte repeticiones instantáneas, análogas a las cuatro primeras, nunca he podido olvidar.

    ¡Grito fantasma! Ese que oigo todos los días al recostar mi cabeza contra la almohada, es el grito de mi difunta virgen.

    ¡Chillido demoniaco! Aquel que me gustaría no haber escuchado jamás pues maldigo al endemoniado ser, enviado por Satán para torturar mi alma hasta su día final.

    Cuatro agitados batieres de alas restregando su intensa aura aireada, tan paranormalmente similares a cuatro intensas campanadas, impregnada su estela en mi desigual línea de remembranzas. Veinte aún más intensos tras la llamarada primaria, esparciendo, en toda la estancia, la muerte en las brasas…


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