LOS ANALES DE MULEY(3ª PARTE)(3)

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             LXll

   Fue un día glorioso

de liberación triunfal,

el contingente nacional

al pueblo redimió,

siendo un acto infernal

que la gente asumió.

   Días inciertos llegaron

de lágrimas y sollozos,

corrían raudos los mozos

con miedo en sus talones

asfixiando sus gozos

por estrechos callejones.

   Llegó un tiempo lúgubre,

de miedo, de aflicciones,

se rompían corazones,

sucumbía la libertad;

se maldecía los cañones

que sonaron sin piedad.

   Pero otros se ensalzaban

en su puerca alegría,

se saltaba y se corría

junto al libertador

mostrando su sangre fría

en aras del malhechor.

   Fue momentos de ajustes,

de llanto, de aflicción,

se implantó la ejecución

a un pueblo atemorizado

por pura liberación

de un ideal mofado.

   Volvieron los primeros días

de nuestra insigne contienda

perdiendo in situ la rienda

del despropósito humano;

ajustició sin enmienda

a su propio hermano.

   Se sollozó con angustias,

con miedo y pavor,

aquel insólito terror

que el hombre provocaba;

impasible ante el dolor

la pobre gente rezaba.

   La noche se volvió larga,

lúgubre y misteriosa

con su sombra luctuosa

henchida de convulsiones,

se veía tan negra la cosa

que se rompían corazones.

   Se sacaba a los hombres

de su caliente lecho

omitiendo el derecho

de presunta inocencia,

y por camino estrecho

se perdía su presencia.

   En esa noches de ronda

por su último sendero

fluía un cancionero

con baladas de muerte,

era el canto de un arriero

adjudicando suerte.

   Cuando la aurora salía

nadie por el preguntaba,

solo en él se pensaba,

a verlo nadie volvió

porque en paz descansaba,

más su recuerdo quedó.

   Mucha gente murió

vilmente ejecutada

sin tener derecho a nada,

en sumarísimo juicio,

con sentencia acordada,

iban al precipicio.

   Pero algunos valientes

dentro de aquel follaje

se armaron de coraje

y del pueblo escaparon,

hubo quien pagó peaje

cuando de allí se alejaron.

   Muchas familias enteras

por carretera vagaron,

la guerra atrás dejaron

con miedo y pavor,

algunos por fin lograron

dejar muerto el honor.

   “De la muerte” le llamaban

a ese infernal camino,

fue protector de destino

con sublime aflicción,

pero había que ser ladino

y buscar la salvación.

             LXlll

   Salí raudo de la huerta,

al pueblo me dirigí,

desesperado corrí

los caminos de la vega

y a la villa me fui

con una voluntad ciega.

   Se despertaba el alba

aquella clara mañana,

mis ojos eran fontana,

mis mejillas dulces cauces

de un agua que allana

la rivera de los sauces.

   Temprano me levanté

para poder contemplar

a quien iban a matar

aquel alocado día,

aunque ver fusilar

nunca jamás lo aguantaría.

     Fui para ver de cerca

a quien a muerte conducían,

o si también llorarían

con miedo aterrador,

yo pensaba que pedirían

muchos votos de favor.

   Todo era un vil morbo,

una manera de ver

a un pobre hombre padecer

tan ritual sufrimiento;

todo hervía en mí ser,

incluso mi aliento.

   Aquel día llegué a tiempo

para ver a los cautivos

caminando pensativos

por las calles polvorientas,

parecían hombres furtivos

con sus caras soñolientas.

   Elegí una buena calle

para mi morbo avivar,

no dejaba de mirar

a la gente allí presente

para luego emitir

su fuerte grado demente.

   Me apoyé en la pared

y vi un panorama crudo

que se volvió muy rudo

cuando comprendí mi error,

fui vil testigo mudo

de aquel triste corredor.

   Me sentía ahogado,

como un ruin villano

que traiciona a su hermano

por unos cuantos chavos,

me encontraba liviano

viendo tantos esclavos.

   Mi corazón jadeó

por fuerte ruido latente

que exasperó mi mente

y nubló mi larga vista,

aquel cuadro presente

me hizo ser realista.

   En fila de dos bajaban

por la muerte escoltados,

exhaustos condenados

que radiaban compasión,

caminaban angustiados

camino del paredón.

   Iniciaba el cortejo

de una forma pomposa,

pero de forma honrosa,

el admirado “Cañuela”

y su abnegada esposa:

mi maestro de escuela.

   Allí iba todo el saber

de aquel pueblo maldito

que ahogaba su grito

esculpiendo sus nombres

lanzando al infinito

las almas de aquellos hombres.

   Nunca lo volví a ver.

Tétrico es su recuerdo

que en el tiempo pierdo,

pues soy hombre longevo

que, aunque estoy cuerdo,

mirar atrás me atrevo.

   Pensé en aquel momento:

¿Quién maestro será?

¿El saber se perderá

en estos tiempos de guerra?

Nadie me responderá

porque el hombre en sí se cierra.

   Quise avivar mi valor

para mirarle a la cara

y que en mi se fijara,

me hubiera gustado ser

como persona de mara

que pudiese comprender.

   Pero valentía me faltó

y comencé a llorar,

solo pude sollozar,

pues cobarde me sentía;

casi no podía respirar

porque el corazón me dolía.

   Odio aquella gente

que con ira le bramaba,

pues tiempo atrás veneraba

y fue persona ejemplar,

más su luz se apagaba

dejando de resaltar.

   Corto de coraje estaba

y mi rostro escondí,

al duro suelo caí

absorto y abstraído,

a mi memoria acudí

ya un poco desvalido.

   Me callé como un zorro

ante tal difamación,

buscaba una oración,

una ayuda divina

para encontrar ocasión

de saldar aquella ruina.

   No fui de ningún bando,

pues odio el asesinato,  

la dejadez, el mal trato…

No me importa su raíz

o cualquier otro conato,

más me siento infeliz.

   Yo maldigo y condeno

la guerra en todos sus planos,

más aún entre hermanos;

llevo mi alma herida

por viles seres ufanos

de cualquier partida.

   Al mundo entero le pido

que las campanas repiquen,

a los muertos glorifiquen

y guarden su memoria,

pues aquellos que mortifiquen

lo venerará la historia.

 

 


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