Escribo con lágrimas es los ojos. Siempre ha sido así. Las mejores palabras brotan con ellas. Las mejores frases suelen ser hijas del dolor, del desamor, de la desilusión. No vivimos el duelo de la misma forma. Las pérdidas son eso, nada más. No importa que sean físicas, reales o ficticias. Una pérdida es eso, un “adiós”, un “ya no está”, un “se marchó” o simplemente un silencio, largo, prolongado.
No visto de negro, no voy a terapia, no cambio de hábitos, no doy largos paseos por la playa ni evito lugares, personas o situaciones. Escribo. Escribo y recuerdo, despierto fantasmas y coqueteo con ellos. Abro la caja de Pandora y dejo escapar los demonios que guardaba en ella.
Y aquí, frente a mi hoja en blanco, vomito lo que me mantiene ahogada, mientras mi mente repite una y otra vez: “Tranquila, estas bien.” Un mantra que repito hasta creérmelo, mientras mis ojos húmedos se niegan a creer. No lloran por lo que se perdió. Lloran por mí, por la estúpida necesidad de negar que una grieta nueva apareció en la pared que levanté.
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