CHOLI

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Yo tenía ocho años y quería un perro. Me trajeron un corderito. No me importó y le puse Choli de nombre. Era mi mascota. Pero como toda mascota, Choli creció, y cuando ya asomaban unos puntitos en su cabeza, es decir, los incipientes cuernos, mi padre se me acercó pesadamente para decirme: “le ha llegado la hora...”. No lo entendí, pero lo entendería al día siguiente. Mi corderito fue metamorfoseado en chuletas, bistecs y demás. Protesté ernérgicamente llamando asesinos a los copartícipes del abominable acto. Juré a mi madre que no volvería a comer nunca más y grité a mi padre: “¡asesino!”. Luego me encerré en mi habitación con la pretensión de quedarme allí por el resto de mi vida. Sin embargo pasaron las horas, una tras otra, hasta que se hizo noche. Y pasé la noche en vela. Por la mañana tenía sueño y hambre. A mediodía mi nariz olfateaba algo exquisito, delicioso. No me pude resistir, salí de la habitación con ojeras y me dirigí al comedor. Una vez en la mesa, me sirvieron mi ración de Choli y descubrí, con esta experiencia, un rasgo aterrador de mi personalidad.

 

 

 


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