LOS JUGUETES ROTOS ACABAN SIEMPRE EN UNA BOLSA DE BASURA.(Capítulo 4)

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                                                 Capítulo 4

 

Después de más de diez minutos intentando ponerse en contacto con él, de escuchar una y otra vez el mensaje machacón de su buzón de voz sin ningún éxito, acabó desesperada y con unas ganas irrefrenables de estrellar el maldito teléfono contra el suelo. Si no lo hizo, fue porque con buen criterio decidió llamar a su oficina, no sin antes pensárselo dos veces. Teniendo en cuenta la actitud tardía de adolescente rebelde que había aflorado ùltimamente en Iván, la daba un poco de apuro por si su llamada pudiera resultar inoportuna o molesta en ese momento.

Esperaba verificar que no haberse puesto en contacto con ella, como la había prometido, sólo se trataba de un descuido al que no debería dar demasiada importancia. Bueno... pensó, para ser exactos, no se trataba sólo de un despiste aislado, habían sido dos: “No acordarse de llamarme, y haber dejado presumiblemente el móvil olvidado en su casa”. Algo que la extrañó. Eran inseparables. El uno sin el otro no tendrían ninguna utilidad e irremisiblemente acabarían por apagarse. Incluso por la noche, la almohada era lo único que se interponía entre ambos. Su hijo, como millones de personas, mantenía una íntima y casi pornográfica relación a través de las yemas de los dedos, con la pantalla táctil del teléfono móvil.

Sandra estaba enfadada, y se hubiera quedado muy agusto echándole una pequeña regañina por el mal trago que la estaba haciendo pasar al no saber nada de él.

Sin ninguna duda, necesitaba recibir esa llamada diaria de su hijo... ¡La tranquilizaba tanto..!

Sandra habló con un compañero de oficina de Iván.

--Su hijo aún no ha llegado a trabajar señora. --la informó, mostrándose asimismo extrañado por la tardanza.

Ella agradeció su amabilidad, le deseó feliz Navidad y esperó pensativa, con el auricular pegado a la oreja durante unos segundos antes de colgar el teléfono; segundos, en los que notó un ligero aumento en el ritmo de sus palpitaciones.  

Si no contestaba a sus llamadas, si no estaba en la oficina, sólo quedaba una última opción. Se enfundó el abrigo, cogió la copia de la llave del apartamento de su hijo, y condujo hacia allí apresuradamente para comprobar en persona qué diablos estaba sucediendo.  

Llena de inquietud, Sandra accedió al interior del domicilio donde reinaba un envolvente y pesado silencio.

     --¿Iván..? ¿Hola..? ¡Iván! ¿Estás en casa cariño..? --preguntó desde la entrada sin elevar demasiado la voz. Cerró la puerta con sumo cuidado.

     Caminó casi de puntillas hacia el dormitorio. La embargaba una agria sensación de culpabilidad al pensar en que ya estaba incumpliendo la prohibición de aparecer por su casa sin previo aviso, como para además, darle un susto de muerte en el caso de que, por cualquier motivo, todavía siguiera durmiendo.

Iván no estaba en su habitación.

El revoltijo que las sábanas y el edredón formaban a los pies de la cama atrajo su atención; se extrañó de que no estuviese hecha a esas horas, simplemente, porque él era demasiado meticuloso y ordenado, tanto, que por escasos milímetros no llegaba a rozar la obsesión; luego ese detalle pasó a un segundo plano. Lo que vió acrecentó de manera notable su estado de alarma.

La mesilla de noche estaba alejada un buen trecho del cabecero de la cama, y la lámpara de lectura estaba tirada en el suelo, junto a un charco de agua que probablemente provenía del vaso de cristal volcado sobre la superficie del pequeño mueble. y que también había empapado la cartera de bolsillo de piel marrón de Iván y el despertador analógico con radio incorporada.

Sandra se llevó las manos a la cara. Tanto desorden no la hacía presagiar nada bueno. Era obvio que en esa habitación había pasado algo, y no precisamente un huracán de categoría cinco en la escala Saffir-Simpson.

Desconcertada, colocó el vaso volcado sobre la mesilla en su posición natural, sin nisiquiera darse cuenta de que lo estaba haciendo. Un gesto tan mecánico, como innecesario en ese preciso momento.

De soslayo descubrió en el suelo, detrás de la mesilla, el teléfono móvil de su hijo.

No quería ponerse trágica, ni pensar de antemano que le había sucedido algo malo pero..., inevitablemente, comenzó a sentir de nuevo esa maldita opresión en la boca del estómago. Una sensación de angustia y alerta ante la supuesta cercanía de un peligro desconocido, un mal presentimiento que no le gustaba nada y había quedado olvidado con el paso del tiempo. Sandra volvía a sentir miedo. Miedo al caprichoso e incontrolable destino, capaz de truncar tu vida en décimas de segundo.

Y sobre vidas truncadas en concreto, se podría decir, que Sandra y su hijo ya gozaban de cierta experiencia.     

     Iván quedó parapléjico tras sufrir un grave accidente de tráfico seis años atrás, en el que falleció su padre.

Los recuerdos adormecidos de aquellos terribles días volvieron a su mente como una rápida sucesión de diapositivas. El ataque de ansiedad que sufrió al recibir la trágica noticia. Cuando su hijo despertó del coma y supo de la gravedad de las lesiones medulares que sufría, y su único y persistente deseo era haber muerto también él en el accidente.

Sólo tenía dieciocho años. Le causaba terror la idea de pasar el resto de su vida con el culo pegado a una silla de ruedas.


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