LOS ANALES DE MULEY(3ª PARTE)(4)
Por YUSUF AL-AZIZ
Enviado el 28/01/2016, clasificado en Varios / otros
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ANALES
LXlV
Fui un niño de la guerra
criado en un huerto
con un futuro incierto
recordando un pasado
ya lejano y muerto
sintiéndose agitado.
En aquella linda huerta,
plena de árboles frutales
y silenciosos canales,
transcurrió mi triste vida
junto a otros mortales
que la dieron por perdida.
La miseria y el hambre
a todo el mundo marcó,
más el rico se ensañó,
con odio y venganza,
de la gente que perdió
su guerra de esperanza.
Yo fui un privilegiado
en aquella sociedad
machista y sin piedad
que empezaba a aflorar,
se huía de la deidad
impuesta para creer.
Nunca he pasado hambre
ni me ha faltado trabajo
para acogerme al tajo,
pero fui obediente,
me eché un largo trago
y me sumí en la corriente.
Escondí todo aquel ser
que se estaba forjando
y observaba callando
los entre hijos cotidianos
que iban triste ululando
por surcos muy cercanos.
Fui testigo silencioso
de aquellos ricachones
que ondeaban sus pendones
enseñando su poderío,
limpié todos sus rincones
de mierda y amorío.
Me convertí en escudero
de un viejo “señorico”
que se lo daba de rico
y de la gente abusaba,
le apodaban el “perico”
por la forma que hablaba.
Siempre tenía que brillar
su sucia honradez
y su escasa sensatez
en sus sucios devaneos,
no admitió su vejez
amando siempre los jaleos.
Limpiaba sus vergüenzas.
Como un sol resplandecía
cuando de nuevo aparecía
ante ignorante gente,
ni su mano me ofrecía
aquella estoica mente.
Guardo muchos secretos,
escabrosas situaciones,
malévolas acciones
de un viejo mentecato
henchido de pasiones
para pasar solo un rato.
Hasta en el simulacro
de su muerte ayudé,
con discreción actué
raudo y sin conjeturas;
aquella noche guardé
todas aquellas monturas.
Desde su médico amigo,
pasando por el juez,
acudieron a la vez
mostrando su amistad,
compañeros de vejez
que ofrecían su lealtad.
No vi su inerte cuerpo
aquella trágica noche,
solo vi algún que otro coche
saliendo o entrando,
y oí voces de reproche
hacia el cielo bramando.
La clase innata del pueblo
en la huerta se presentó,
su lealtad esgrimió
mostrando su sumisión,
nadie el silencio turbó,
pero lloró la mansión.
Pero el arma del delito
oculta se encontraba,
en la habitación se hallaba
con sigilo custodiada,
todo el mundo callaba
de manera preocupada.
Fue culpable una furcia
de aspecto repugnante,
esa noche fue su amante
de lascivia revertida,
la pulsión fue detonante
de una edad ya perdida.
Falleció fornicando
con la meretriz de turno,
fue un placer nocturno
que a la muerte lo llevó,
era un hombre taciturno
que sus riendas avivó.
Fue pura meditación
aquella noche fatal,
pues bajó la moral
de toda la concurrencia
que de una forma crucial
se llenó de indulgencia.
Callados reflexionaban
como salir del evento,
se buscaría el momento
y las causas del muerto
para evitar un lamento
y arribar a buen puerto.
Se olvidaron de la causa,
se le achacó al corazón
y fue buena reflexión,
pues todo va con la edad;
dieron con la solución
aunque voló la verdad.
La causa estaba encerrada
junto con su compañera,
pues no era la vez primera
que furcias allí acudían,
se hacía una orgía putera
y con dádivas salían.
Estaba a buen recaudo
con su amiga de viaje
embutida en su traje
de pulsión sexual
y mantuvo el coraje
hasta el momento final.
Pero había que callarlas
y no descubrí el ajo,
les importaba un carajo
las furcias con entereza,
pero era un mal trago
lleno de ardor, de aspereza.
Yo fui el guía de las furcias,
el andante escudero
que por sinuoso sendero
al pueblo las llevé
y aun fiel posadero
raudo las entregué.
Aún guardo aquel secreto,
otros tantos que callé
y acciones que observé,
fui sano testigo mudo
de un clan a quien odié,
más me resguardé en mi escudo.
LXV
Sin pena y sin gloria
mi adolescencia pasó,
solo trabajo encontró
en un mundo de mayores
donde su alma se agitó
ante tantos desamores.
Cuando quise darme cuenta
me marcó la pubertad,
mis ansias de libertad
enmarcó mi rebeldía
y con suma ansiedad
el tiempo largo se me hacía.
Mi indomable juventud
me hacía bostezar
para mi alma sosegar,
más tenía que ser prudente
y saber dónde pisar
para ser algo coherente.
Aprendí a ser sumiso,
obediente, reservado,
estaba bien pensado
para acallar mi rebeldía
y nunca ser molestado
aunque enmudecer me dolía.
Al considerarme adulto,
rey del mundo me creí,
desacato cometí
a mi férreo “señorito”
y satisfecho me fui
a tierra del morito.
Pagué cara mi osadía.
Mi madre y sus razones
me bajaron los pantalones
para siempre enmudecer,
volví hacer las funciones
sin notar amanecer.
Aquello marcó mi vida
para toda mi existencia,
actuaba con prudencia
para mi amo agradar,
usaba la tolerancia
para todo acatar.
Mi madre me hizo entender
que callar mejor sería
y pan siempre se tendría,
tiempo era de poquedad,
pero el “señorito” poseía
toda nuestra ansiedad.
Mi madre estaba unida
al campo y a sus labores,
a la huerta, a sus flores,
a su exiguo pasado
bien nutrido de picores
con un llanto agraviado.
También estaba unida
a ese amo repelente,
escondía su simiente
y callaba sus razones
con reseña suficiente
que ahogaba conclusiones.
Era mujer muy seria,
pero esgrimía talante,
pasó al hambre por delante
y calló mi corazón;
no sé si fue tunante,
más comprendí su razón.
Me volví más apocado
cada día que pasaba,
solo en trabajo pensaba
olvidando mí persona,
las cuentas bien llevaba
de aquella vieja casona.
Me olvidé de las hembras,
de su olor, de su perfume,
del deber que se asume
cuando las vas cortejando,
de aquello que se presume
cuando las vas rondando.
Yo no era un invertido,
y promiscuo tampoco,
ni era un pobre loco
con manías extravagantes,
pero esperaba un poco
para ver buenas amantes.
Misógino nunca he sido,
menos aún maltratador,
ni tampoco violador,
aprecio a la mujer
por sensual, por su candor,
por su instinto a querer.
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