LOS JUGUETES ROTOS ACABAN SIEMPRE EN UNA BOLSA DE BASURA (Capítulo 7)

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                                                Capítulo 7

 

La segunda planta del edificio de la Comisaría de Policía de la ciudad, albergaba las dependencias del Grupo especializado en Homicidios y Desaparecidos.

Parado delante de la máquina expendedora, en una pequeña sala habilitada como área de descanso y avituallamiento del personal  adornada con tiras de espumillón, bolas de diferentes colores y demás artículos navideños, el inspector Darío Segré esperaba pacientemente a que finalizara el proceso de extracción de un café solo.

Concluida la operación, depositó el vaso de plástico en una mesa alta y redonda situada a su lado e introdujo el dinero exacto para llevar otro café a su compañero, al que había visto llegar hacía apenas cinco minutos escasos por el pasillo de los ascensores a paso acelerado, con el ceño fruncido y resoplando. Sus mejillas que siempre lucían sonrosadas, en ese instante tenían un color cercano al bermellón.

--¡Buff! ¡Estoy a punto de reventar! ¡Me meo! --reconoció en voz baja y con gesto de pánico, exagerando el movimiento de los labios para que Segré leyera en ellos su escatológico mensaje sin tener que llamar la atención de los demás.

--Invítame a un cafetito socio… Ya sabes, ¡doble de azúcar! --le recordó antes de desaparecer tras la puerta de los servicios.

     Darío Segré salió de la salita con los vasos agarrados por los bordes superiores, a una gran sala donde todas las mesas de trabajo separadas por paneles grises a media altura, miraban hacia el despacho del comisario Román Gálvez y estaban encabezadas por la mesa de Michelle, funcionaria de Interior y su imprescindible secretaria personal. Ella era la encargada de pasarle todas las llamadas. Recibía a las visitas. Tenía preparados los aperitivos y el café en el momento oportuno, y lo más importante: Era una eficaz y precisa agenda viviente.

El inspector entró en un despacho situado a su izquierda. El frío extremo que se había adueñado de la ciudad, y la humedad que se instalaba en los huesos como un inquilino moroso al que no puedes echar a la calle, le harían agradecer cada sorbo de esa especie de agua caliente coloreada, que le vendría de maravilla para tonificar su espíritu y despejar al mismo tiempo a las adormecidas neuronas que aún funcionaban en su cerebro.

Alto, de constitución normal, cabello negro salpicado de atractivas canas, ojos pardos, grandes, expresivos, con un pequeño y encantador hoyuelo adornando su barbilla, Darío Segré seguía pareciendo un hombre interesante a sus cuarenta y dos años.

Se sentó mirando reflexivo hacia las pizarras de caucho adosadas a la pared donde se pinchaban las fotografías de los distintos casos que estuviesen investigando. En ese momento, y por tercer día consecutivo, se veían extrañamente vacías. No era normal que en una ciudad como esa no hubiera habido ningún suceso delictivo con el resultado de la muerte de alguien.

Apoyó el codo en la mesa, cubrió su barbilla con la mano y comenzó a acariciar el hoyuelo con el dedo pulgar. Un gesto involuntario que surgía cuando necesitaba pensar.

Mientras divagaba sobre la desnudez de esas pizarras, dio un nuevo sorbo al café.

La puerta del despacho se abrió para dar entrada a su compañero, el oficial Laurencio Mata-Santos. Era más joven que Segré. Un gigantón de constitución fuerte y rasgos duros, en el que el inspector ponía toda su confianza. Los vaqueros y las botas camperas se habían convertido en complementos indiscutibles en su indumentaria habitual.

Laurencio Mata-Santos se frotó las manos para hacerlas entrar en calor y contrajo los hombros cuando un escalofrío recorrió su espinazo. Parecía haber recobrado el color rosáceo que traía de fábrica. Se despojó del parka color camel y lo colgó en el perchero de pie situado a su espalda, junto a la puerta.

     --¡Humm... café calentito! --exclamó, mientras se acercaba a la mesa que ocupaba Segré donde reposaba el vaso humeante.

     Observó que éste tenía la mirada perdida.

Preguntándose si su colega se había percatado de que ya estaba en el despacho, se situó delante de él, alcanzó el vaso de café, e introdujo la mano desocupada en el bolsillo del pantalón vaquero. Bebió un trago.

     --¡Hey..! ¡Cú-cú..! --canturreó para llamar su atención--. ¿Interrumpo sus pensamientos caballero?

     --Estaba mirando las pizarras...

Segré respondió sin dejar de mirarlas aunque no pudiese verlas. La corpulencia del oficial que se encontraba de por medio se lo impedía.

     -¿Y..? --cuestionó Laurencio.

     --Pues... que están vacías... --argumentó Segré.

     El oficial Mata-Santos, elevó levemente los hombros ante lo evidente del argumento.

--¿Y..? --volvió a repetir.

Le había dejado solo durante cinco minutos y ya tenía problemas, pensó. Su limitado cerebro giraba vertiginosamente dentro del vórtice de un remolino de dudas e incertidumbres. Y las consecuencias a todas luces, eran un caótico intercambio en las posiciones de sus hemisferios.

Segré alzó la mirada para hacerla coincidir con la de su compañero.

--Bah…, nada importante… --hizo un gesto despectivo con la mano--. Tonterías mías… ¿Crees que tendremos unas Navidades blancas? --preguntó intentando pasar página.

Mata-Santos, le miró serio, sin mover un músculo de la cara.

--El tiempo, buen tema para desviar mi atención,.

--No pretendía desviar nada.

--Como si yo fuera tan simple.

--A veces la gente llega a tener una buena amistad recurriendo al principio a temas banales.

--Ya, el hablar por hablar. Eso es porque no soportan los silencios.  Pero a tí no te preocupa si la ciudad se cubre de nieve estas navidades. No me vale ese inocente quiebro para cambiar de conversación. Que las pizarras están vacías se puede comprobar sin tener que acercarse demasiado a ellas. --se volvió a mirarlas y las señaló con la mano en la que sostenía el café--. Están tan vacías como el depósito de ideas que llevas sobre los hombros.

Estaba seguro de que Segré no quería decir lo que estaba pensando porque era una estupidez y temía hacer el ridículo. Laurencio le conocía perfectamente. Si insistía, seguro que terminaría confesando qué era lo que le tenía tan embelesado. Se divertiría. Pasarían el rato mientras se tomaban el café.

--Están vacías… --continuó Mata-Santos-- a causa de que llevamos dos días escasos sin que se haya cometido ningún crimen... que necesite ser investigado por homicidios...  --habló con la cadencia usada por los adultos cuando quieren hacer entender algo a un niño--. ¡Y eso…, aparte de ser una buena noticia…, es casi un milagro! ¿No estás de acuerdo? --dió un sorbo rápido al café-- ¿Qué coño te ronda esta mañana por la cabeza inspector..?

--¡Mira que puedes llegar a ser tocapelotas tío! Ya te anticipo que es una tontería. --avanzó.

--Viniendo de tí, seguramente lo sea… --puntualizó burlón Mata-Santos--. Pero sigue..., sigue… Me interesa saber lo que te tenía tan concentrado. Total..., no hay otra cosa que hacer...


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