Vida y muerte (de un copo de nieve)

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Su creación fue casi fruto de una casualidad: nació en el interior, frío y vaporoso, de una nube grisácea que sobrevolaba una de aquellas ciudades de nombre irrelevante que alzaban los humanos allí abajo, construyendo cada vez más alto con la estúpida esperanza de alcanzar el cielo. Cuando acabó de formarse, no fue consciente de su propia belleza: de la perfección de sus minúsculos brazos rectos de hielo, ramificados en derredor a un punto central. La simetría de su estructura era tan exacta, y a la vez tan difícil de percibir, que ni el más talentoso de los escultores se habría atrevido a imitar sus trazos por temor a ensuciar la inmaculada sutileza con la que comenzó a descender el copo.

No tardó en deshacerse del abrazo húmedo de la nube que le había brindado el don de la existencia, para caer poco a poco hacia la calidez del suelo. Sus compañeros eran numerosos, y todos repetían aquella danza misteriosa que consistía en zozobrar con delicadeza. De vez en cuando, una ráfaga de viento estropeaba su coreografía y se veían obligados a dejarse llevar de aquí para allá hasta que la corriente se calmaba.

Sin prisa pero sin pausa, los copos que le precedían (unos pocos valientes que no temían a la muerte) comenzaron a llegar a ras de suelo. Algunos se giraban por última vez hacia sus camaradas antes de posarse sobre el suelo, donde se fundían rápidamente. Otros, acosados por una última ráfaga de brisa socarrona, se estrellaban contra las paredes de los edificios grises o con el anorak de algún niño que correteaba gritando:

—¡Está nevando! ¡Está nevando!

La alegría de aquellos chiquillos era la orgullosa desdicha de los valerosos copos, que caían cada vez más copiosamente: no tardaron en empezar a aglomerarse y juntarse unos con otros, como un inmenso puzle gélido y blanco. Satisfechos de estar cumpliendo su labor, un sentimiento de honra inundó a los copos que, desde el suelo, languidecían poco a poco, a sabiendas de que estaban facilitando el trabajo de los copos más rezagados.

Nuestro copo protagonista seguía danzando de aquí a allá, dando vueltas sobre sí mismo y siguiendo las corrientes de aire, a pocos metros ya de llegar a la tierra. Siguió descendiendo con aire resignado pero decidido, mientras los niños ignoraban la sábana blanquecina que cubría sus gorros de lana para agacharse a coger nieve a puñados. El copo vio como millones de sus compañeros eran aplastados entre los dedos regordetes, pequeños y enrojecidos por el frío de un niño risueño, y posteriormente arrojados contra un árbol.

Ni siquiera le dio tiempo a lamentarse: otro niño corrió hacia él, sin percatarse de su presencia, y a pesar de que el copo deseó con todas sus fuerzas que una de aquellas ráfagas de brisa helada le sacara del apuro, no sucedió: se estrelló contra la nariz respingona y salpicada de pecas del niño, derritiéndose de inmediato.   


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