Tiempo

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Un día tras otro, la vida pasa y deja sólo un puñado de años rotos, perdidos en la banalidad. Y llega un punto en el que te preguntas, resquebrajado, insatisfecho; “¿qué hago con mi vida?”. Es entonces cuando el último grano de arena cae sobre ti, cuando eres consciente de que ya no queda tiempo. No queda tiempo para acabar lo que empezaste o para comenzar con aquello que ya tenías pensado. Parece absurdo, en cierto modo, creer que nos pasamos vida y media pensando en la meta sin forjar el camino, bañándonos en minutos, comiéndonos las semanas con tedio y una cierta reticencia a aprovechar el tiempo escaso que nos queda. Nunca es suficiente, siempre se necesitan más años, más práctica, más recuerdos o más sueños.

Está muy bien soñar, pero soñar cuesta tiempo. El tiempo, qué invención tan poco práctica y limitante. Hace tiempo se me antojó creer que el tiempo no existía, que no transcurría y que si no creía en él no me haría falta correr, pues no podría alcanzarme. Perdí un valioso año de mi horriblemente corta existencia aparcado en este pensamiento, encerrado en mi propia trampa sin planteármelo siquiera.

Hablo rápido porque se agotan los tic-tacs de este gigantesco reloj de péndulo que viene y va sin esperar a nadie, pienso rápido porque sé que si no lo hago otros lo harán por mí, y corro rápido porque sigo intentando evitar que el planeta me arrastre en su rotación.

El tiempo es irreal, pero su peso, no.


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