La Cepa. (Parte Dos - Final).
Por EM Rosa
Enviado el 22/03/2013, clasificado en Ciencia ficción
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Aplicaron los explosivos a las enormes puertas de ingreso y se apartaron. Debieron repetir la operación cinco veces hasta vencer la tremenda fortaleza del portal. Cansados y heridos penetraron en el oscuro interior, cautelosos, alertas. De golpe, una nutrida metralla los bañó de sangre. El comandante, único oficial del grupo, observó como casi terminaban con sus hombres. Solo quedaban él, cinco soldados y los científicos. A pesar del desastre ordenó el avance a toda carrera y tras correr trescientos metros desesperadamente bajo el fuego enemigo llegaron un paredón donde casi sin fuerzas se echaron cuan largos eran. Esperaron un par de minutos pero nada sucedió, la agresión había cesado. Lentamente se pusieron en pie entendiendo nada, los tenían a su merced pero no los atacaban, ¿por qué?. Miraron a su alrededor buscando una explicación
Por más que refregó y refregó, la mancha resistió los embates de Carlos. Aníbal lo observaba con expresión ausente y apenada.
Carlos era un individuo escrupulosamente pulcro y la mancha seguramente le quitaría un porcentaje de felicidad.
Eso era malo.
La felicidad era el capital más valioso que se manejaba en esos días, ser feliz era ser una criatura plena. El trance que le tocaba transitar a su amigo era de tintes dramáticos. La dicha lograda desde hacía tantos años valía por cada gramo disfrutado y no se podía resignar nada por una maldita mancha.
Finalmente, y con una expresión de auténtica y total derrota en el rostro, Carlos se entregó. No había manera de conseguir otra camisa así que debía terminar el día laboral con una incómoda mancha de bordes levemente circulares y unos ocho milímetros de diámetro, todo esto aproximado, claro.
Aníbal se alegró de que el menú del día de la fecha, anunciado el día anterior, se hubiese confirmado hoy, sándwich de jamón y queso con lonjas de tomate y cebolla. De haber variado hubiera constituido su mancha de café. La alegría y la dicha era algo grande conformado de pequeñas cosas, así estaba escrito.
Sin embargo Aníbal podía hacer algo por su amigo resignando algo él mismo. Las bebidas cola lo hacían intensamente feliz pero las de lima no lo hacían infeliz, tan solo no lo hacían tan feliz como las de cola.
Llevó su mente al momento del almuerzo y deseó con toda su alma una bebida de lima con tal que la mancha desapareciera.
Cuando ambos se sentaron a la mesa, Carlos era plenamente feliz y Aníbal no tanto como hubiera podido serlo pero había ayudado a su amigo.
El tablero descubierto en el muro exhibía una tenue línea de luz azul que variaba su intensidad con el paso del tiempo. Uno de los científicos dio un paso adelante y sonrió al comandante con expresión de alivio. Era una central de control, todas las teorías comenzaban a confirmarse y eso era bueno. De un solo disparo un gendarme la destruyó y el muro comenzó a desdibujarse hasta que desapareció. Lo que se mostró ante el disminuido grupo aterró y, a la vez, alivió a todos.
El aviso subetérico que llegó al Poder Central se confirmaba: El planeta había sido invadido.
Comenzaron a pasearse por el descomunal recinto atestado de sillas y, en ellas, personas sentadas, con mirada ausente, pálidos, desprovistos de toda vida, cientos de seres humanos, sucios, abandonados. El virus invasor había ultrajado sus cerebros, los científicos conocían la cepa, sumiendo a sus anfitriones en un sueño eterno, preservando el cerebro mientras el resto del cuerpo se corrompía. Había una sola manera de destruir el virus sin que se propagara: quemando el albergue que los contiene. Un poco más de tiempo y la cepa se hubiera propagado al espacio, invadiendo otros sistemas. Antes que los sentaran en las sillas se habían hecho construir un sistema autónomo de defensa, así de inteligente y peligrosa era la cepa, vieja conocida de los científicos que acompañaban a los gendarmes. Comenzaron con la tarea de sembrar las bombas incendiarias
La sensación fue, en un principio, de profundo abandono. Luego se sintieron flotar, leve, blandamente. Aníbal sonrió a su amigo mientras fluía mezclándose con la energía. El cosmos los recibía propiamente como integrantes universales, ancestrales.
Nunca habían sido tan felices, juntos, junto a todo y todos para toda la eternidad.
El fuego, ardiente, arrollador, consumió cuerpos y virus por igual, entre ellos, los de Carlos y Aníbal.
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